Valeria: manual para no rendirse

Capítulo 8: Viernes

Escena 1: Un Plan Temprano (En la Tienda de Cosméticos, Mañana)

El viernes amaneció con el peso del alquiler y la promesa de los estantes. Necesitaba moverme. En la tienda de cosméticos, mientras las luces fluorescentes zumbaban, me acerqué a Mireya con una mezcla de esperanza y apuro.

—Mireya, me han prestado unos estantes. Los necesito para organizar la ropa en el garaje de Mercedes. ¿Crees que podría ir por ellos y llevarlos ahora mismo? Me vendría de maravilla adelantar eso para el domingo.

Mireya, raramente comprensiva, asintió. —Claro, Valeria. Ve. Tienes mi permiso para la mañana, pero no tardes mucho, ¿eh? La tienda necesita manos.

Sentí un pequeño alivio. Un paso adelante. Me dirigí a buscar los estantes de Yolanda, mi mente ya visualizando la ropa colgada, la "tienda de garaje" cobrando forma.

Escena 2: La Discordia Familiar y la Noticia Devastadora (En el Garaje de Mercedes, Mediodía)

Con los estantes a cuestas –el coche protestando a cada curva, como si supiera que lo estaba forzando– llegué al garaje de Mercedes. Ella me recibió con su sonrisa dulce, los ojos brillantes, lista para ayudar.

—¡Valeria, qué alegría! ¡Así podremos organizar todo mejor!

Justo cuando comenzábamos a descargar los armazones metálicos, una camioneta se detuvo bruscamente. De ella bajó una mujer de unos cuarenta, con el ceño fruncido y una mirada de muy molesta.

—¡Mamá! ¿Qué es todo esto? ¿Quién es esta señora y por qué está metiendo cosas en TU garaje?

Mercedes intentó suavizar el ambiente. —Hija, ella es Valeria, y necesita un poco de espacio para guardar su ropa. Es mi garaje, ¿recuerdas? Está vacío.

La hija, que se presentó como Laura, cruzó los brazos. —¡Mamá, por favor! No puedes estar metiendo a gente desconocida con sus trastos. Esto es un riesgo. ¿Y si meten algo peligroso? No estoy de acuerdo. En absoluto.

La discusión escaló. Laura levantaba la voz, argumentando sobre riesgos con "desconocidos". Mercedes, aunque tranquila, se mantuvo firme.

—Es mi casa, Laura. Y mi garaje. Y si yo quiero ayudar, ayudo. Valeria no es una extraña, es una buena persona. Tiene una niña muy linda que me llama abuela.

En medio de la tensión, mi teléfono vibró. Era Mateo. Su voz sonaba agitada, casi en pánico.

Valeria, necesito que vengas rápido. Tus cosas… las están sacando. ¡Hay una orden de desalojo!

La llamada de Mateo resonó en el silencio tenso. Mercedes y Laura me miraron. Pudieron escuchar la angustia en la voz de Mateo y la palabra "desalojo". Laura, que hasta hace un segundo estaba furiosa, se quedó paralizada, la hostilidad convertida en una mezcla de sorpresa y confusión.

—¡Esto no puede estar pasando! —Mi voz apenas era un susurro.

—Estoy allí, no te preocupes —respondió Mateo. —Tus cosas están en la calle. No sé dónde meterlas, no todo cabe en mi apartamento.

El mundo se me vino encima. Me estaban dejando en la calle. El señor Benítez no había esperado otro mes de retraso. Las palabras de Mateo confirmaban mi peor pesadilla. Mercedes, con una mirada llena de compasión, tomó la mano de su hija.

—Laura, ¿escuchaste? La están dejando en la calle.

La cara de Laura palideció. La realidad de la situación ajena la golpeó con una fuerza que no esperaba. Se hizo un silencio pesado. Mercedes, con voz suave pero decidida, miró a su hija y luego a mí.

—Valeria, tengo cuartos vacíos en casa. No quiero que te sientas incómoda aquí por mi hija, pero puedes guardar tus cosas en esos cuartos. Las tuyas y lo que sea de Jimena. No vivirán aquí, solo guardarán sus pertenencias. Es lo menos que puedo hacer.

Laura, aunque aún molesta, no dijo una palabra. La emergencia de mi desalojo había cambiado la dinámica.

Escena 3: El Dilema y la Crisis Laboral (En el Teléfono y en la Tienda, Tarde)

Colgué con Mateo, quien, a pesar de la conmoción, ofreció su apartamento para que Jimena y yo nos quedáramos "para mientras". La idea me repugnaba. No podía depender de nadie, menos de un hombre desconocido, por más amable que fuera. Pero, ¿dónde iría?

Justo en ese momento de pánico, mi teléfono volvió a sonar. Era el colegio.

—Señora Valeria, la llamamos porque ya es tarde. Todos los niños han sido recogidos, excepto Jimena. Necesitamos que pase por ella de inmediato.

Sentí un escalofrío. Jimena. Había olvidado por completo la hora de salida, sumergida en el caos del desalojo. La culpa me atravesó con desesperación y nerviosismo.

Llamé a Mireya, la voz cargada de agotamiento y frustración.

—Mireya, tengo que agarrarme el día. Todo es un desastre. Me están desalojando. Y acabo de recibir una llamada del colegio de Jimena.

—¿Qué? Valeria, ¿estás segura? ¿Estás bien?

—Más que nunca. Necesito el resto del día para resolver esto. Mañana te cuento.

Mireya suspiró. —Está bien, pero ten cuidado. Ya sabes cómo son las cosas.

Justo en ese momento, la suerte (o alguna llamada de un empleado chismoso de la sucursal) decidió golpearme con más fuerza. Llegaron inspectores de la casa matriz de cosméticos. Un par de trajes impecables con cara de pocos amigos. Buscaban a la gerente y a los empleados. Y yo, no estaba. Mireya estaba sola, intentando cubrir mi ausencia.

—¿Dónde está la señora Valeria? —preguntó uno, con voz gélida.

Mireya, visiblemente nerviosa, tartamudeó una excusa. Pero el reporte ya estaba levantado: Mireya daba permisos personales, la sucursal tenía malos resultados, y mi ausencia era la prueba perfecta. La tensión se disparó. Mi empleo, y lo que era peor, el de Mireya, y el futuro de la sucursal, estaban en grave peligro.

Escena 4: Un Refugio Inesperado (Noche del Viernes)

El resto del día fue un torbellino de desesperación. Primero, correr al colegio por Jimena, quien me esperaba con una mezcla de alivio y una pequeña tristeza en los ojos. Luego, con Mateo, fuimos a mi apartamento para ver cómo sacaban mis pertenencias. Cajas, muebles, la vida entera apilada en la acera. Mis pocos ahorros para el alquiler no habían servido de nada. La única solución fue llevar las cosas esenciales, y algunas de las cajas más valiosas, al garaje de Mercedes y a esos cuartos vacíos que, por pura compasión, me había ofrecido para almacenar. Mis estantes de Yolanda esperaban, absurdos, en medio de la mudanza forzada. Laura, aunque fría, ayudó un poco con las cajas, su expresión más de shock que de enojo.




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