No todas las luchas son ruidosas. Algunas empiezan con un dobladillo mal cosido, una blusa olvidada o una bolsa de tela al hombro.
Yolanda llegó sin hacer ruido, como siempre.
Llevaba una bolsa de plástico transparente con dos camisetas y un pantalón de mezclilla desteñida. No saludó con palabras; solo con una mirada que decía: “Estoy aquí. Cuéntame qué necesitas.”
—¿Ya empezaste a separar lo que vale la pena? —le preguntó a Valeria, mientras dejaba la bolsa sobre una caja de cartón medio aplastada.
Valeria ascendió, con una percha en la mano.
—Sí, pero no sé si esto sea suficiente. Parece tan poco...
Yolanda tomó una camisa azul claro, limpia, con botones y un pequeño desgarrón cerca del cuello. La levantó contra la luz del sol que se filtraba por la puerta del garaje.
— ¿Sabes cuántas veces he usado yo esta camisa?
Valeria negó con la cabeza.
—Cuando mi hijo nació, trabajaba en una tienda de abarrotes. Llegaba a casa oliendo a leche de fórmula barata y pollo congelado. Pero me ponía esta camisa todos los días. Me hacía sentir... presentable. Como si pudiera enfrentar el mundo, aunque solo tuviera treinta pesos en el bolsillo.
Guardó silencio un momento. Luego la colgó con cuidado.
—No subestimes lo que parece insignificante. A veces, lo que nos sostiene no es nuevo ni brillante. Es viejo. Es resistente. Es lo que sobrevivió.
Valeria bajó la mirada.
—Yo también tengo prendas así… Cosas que ya no uso, pero que no puedo tirar. Porque me recuerdan quién era… o quién quería ser.
—Eso es lo que vendemos —dijo Yolanda, suavizando la voz—. Historias disfrazadas de ropa. Esperanza en forma de prenda.
Se sentaron en el piso de cemento, rodeado de bolsas y cajas. Jimena apareció con un cepillo de dientes y un vaso de agua para ofrecerles, como si fuera parte del ritual.
—Mamá, ¿esta ropa también tiene dueños?
—Algunos sí, cariño. Algunos vienen de personas que ya no la necesitan, pero quieren que tenga otro hogar.
Jimena asienta, seria. Se sentó junto a Yolanda.
—¿Y vos tenés otra camisa como esa?
Yolanda llamando. Fue una sonrisa pequeña, pero sincera.
—Tengo muchas. Una para cada día que decidió no rendirme.
Más tarde, mientras ayudaban a etiquetar las prendas, Valeria se atrevió a preguntar:
—¿Por qué haces esto? Ayúdame, quiero decir.
Yolanda siguió colocando precios en pequeñas tarjetas de papel reciclado.
—Porque yo también empecé con poco. Con una maleta, un bebé y una promesa: que íbamos a estar bien. No tenía familia, ni dinero, ni nadie que me dijera 'todo va a salir bien'. Solo tenía ganas de seguir adelante.
Miró a Valeria a los ojos.
—Ver a otras mujeres lograrlo... me hace sentir menos sola. Y me da esperanza de que también pueda haber alguien que me ayude a mí, algún día.
Valeria sintió un nudo en la garganta. No dijo nada. Solo ascendiendo.
Y ese gesto, ese intercambio silencioso, fue suficiente.
Manual de mamá para no rendirse.
Las mujeres cansadas pueden construir algo nuevo.
Lo que para unos es basura, para otros es dinero. Hay que ser un alquimista para conseguir gratis lo que nadie quiere, llevarlo a donde tiene valor y que paguen por ello.
Editado: 28.06.2025