A veces, quien más enseña no tiene título. A veces, quien más amor da, no espera que se lo devuelvan.
Aquella noche, después de evitar el accidente con la olla hervida, Ángela se quedó un rato más.
Jimena ya dormía, envuelta en una manta de colores como si fuera una crisálida. Valeria estaba sentada en la cocina, mirando cómo el agua corría por el fregadero sin terminar de lavar nada.
Ángela entró sin hacer ruido. Se sentó frente a ella.
—¿Sabes? —dijo, mientras tomaba una servilleta y empezaba a doblarla—. Yo también tuve una hija.
Valeria levantó la mirada, sorprendida.
—No me lo habías contado.
—No es algo que diga mucho. Pero hoy… siento que puedo compartirlo.
Ángela dobló la servilleta una vez más. Era un barquito de papel.
—Se llamaba Clara. Y era igualita a Jimena. Con esa curiosidad que no se calla ni cuando debe. Siempre queriendo tocar todo, preguntarlo todo, probarlo todo.
Se quedó callada un momento, como si estuviera buscando palabras en algún cajón del alma.
—Cuando tenía cinco años, se subió a una escalera para ver qué había en la repisa alta. No fue una caída grande. Solo un golpe que la condujo a la tumba. Pero yo no estaba allí.
Valeria tragó saliva.
—Sí, estaba hoy.
—Y eso te hace diferente de muchas madres. Incluida yo. Porque a mí me tocó aprender a ser madre después de perderla.
Ángela dejó el barquito sobre la mesa. Miró hacia el cuarto donde dormía Jimena.
—Yo no estaba cuando se lastimó. Estaba trabajando. Intentando resolver mis problemas de dinero con horas extras. Y cansada de luchar sola.
Continuó..
—Pero vos sí estabas. Y no solo básicamente. Estabas emocionalmente. Eso es lo que marca la diferencia.
Valeria sintió un nudo en la garganta.
—A veces no sé si soy suficiente.
Ángela sonrió con dulzura.
—Ninguna lo sabe. Pero eso no significa que no lo seas. Algunas de nosotras somos buenas madres no porque tengamos todas las respuestas, sino porque nunca dejamos de preguntarnos si lo estamos haciendo bien.
Hubo un silencio largo. Fuera, el viento movía las hojas de un árbol cercano.
—¿Por qué decides quedarte con nosotras? —preguntó Valeria.
Ángela la miró con calma.
—Porque vi algo hermoso: una mujer que intenta construir algo nuevo, rodeada de otras que también están reconstruyéndose. Vi un café que no vendía solo comida, sino compañía. Y vi a una niña que necesitaba cariño real. Y me dije: “Ángela, esta es tu tribu”.
—¿Tu tribu?
—Claro. Ya no tengo a mi familia cerca. Mis hijos están lejos. Mi ex… bueno, ya verás cómo es. Pero aquí... aquí hay vida. Hay dolor compartido. Hay risas que salen del corazón. Aquí hay alguien que me necesita, aunque no sea sangre. Y yo también necesito pertenecer a algo que tenga sentido.
Valeria ascendió. Comprendió perfectamente.
—Me alegra que estés aquí.
—Yo también —respondió Ángela—. Me alegra haber llegado justo cuando más se me necesitaba. No solo por vos. Sino por mí. Porque cuidar a otros me ayuda a recordar que yo también valgo. Que también merezco ser parte de algo bonito.
Manual de Mamá para no Rendirse.
El arte de quedarse no es fácil.
Muchas personas llegan y se van. Pero algunas deciden quedarse. No por obligación. Por elección. Por cariño. Por propósito.
Esas personas no siempre llegan con grandes gestos. Llegan con detalles pequeños, cargados de sentido. Con paciencia. Con escucha. Con ternura. Pero hay que saber identificarlas y permitir que se queden. O invitarlas a que no se vayan.
Ángela es una de ellas.
Y a veces, lo mejor que podemos hacer por quienes amamos… es simplemente estar ahí.
Editado: 28.06.2025