El sol de la tarde se filtraba por las cortinas desgastadas del café, pintando rayas doradas sobre la madera gastada de la mesa central. Era uno de esos días donde todo parecía detenerse un poco: los pájaros cantaban más fuerte, el viento soplaba con cuidado y hasta Kafka, el perro de Mateo, dormía sin inmutarse por nada.
Jimena estaba sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y una expresión concentrada que le daba un aire casi solemne. Tenía el bloque de hojas sobre las rodillas, las crayolas esparcidas alrededor como si fueran planetas y los ojos brillantes de esa mezcla rara entre inocencia y determinación.
—Mamá —dijo sin levantar la vista—, ¿puedo dibujar otra vez nuestra casa?
Valeria, mientras servía dos tazas de té caliente, suena sin responder todavía. Había escuchado esa pregunta tantas veces… Y cada vez era diferente. A veces Jimena dibujaba casas con techo de arcoíris, otras veces con cien ventanas, a veces con tres puertas para salir corriendo rápido si hacía falta.
—Claro que sí —respondió Valeria, dejando la taza humeante frente a ella—. Pero esta vez, hazla tan grande como quieras. Quepan todos los que han sido parte de nosotros.
Jimena asentía con seriedad. Empezó a trazar líneas rápidas, seguras, como si ya tuviera el plano completo en su mente. Valeria observaba desde atrás, bebiendo su té, viendo cómo la imaginación de su hija construía algo nuevo, algo que no existía pero que, de alguna manera, ya estaba ahí.
La casa tenía un jardín enorme. Una columpio gigante. Una habitación solo para muñecas (con Lola en el centro). Y, por supuesto, un espacio para el café.
—Aquí está Mateo —señaló Jimena, dibujando una figura alta con una gorra—. Y aquí está Kafka, durmiendo bajo la mesa. Y aquí estás vos. Y aquí estoy yo. Y aquí también está el café.
Valeria sintió un nudo en la garganta. No dijo nada. Solo apretó los labios y tragó saliva, como quien intenta contener una emoción que no quiere salir aún.
—Y papá? —preguntó después, con voz tranquila, aunque adentro todo temblaba un poco.
Jimena lo pensó unos segundos. Luego dibujó una figura al lado de Andrés, pero no dentro de la casa.
—Él viene a visitar —dijo simplemente—. Pero vive en otro lugar.
Valeria ascendió. No se necesitan más explicaciones. La sabiduría infantil tiene una forma limpia de decir las cosas: sin culpas, sin dramas, sin historias mal contadas.
—Crees que podamos invitar a algunas amigas del colegio acá? —preguntó Jimena, mientras terminaba de colorear el cielo.
—Por supuesto —contestó Valeria—. Este lugar es para compartirlo. Para que otros también encuentren un pedazo de hogar.
Jimena levantó la mirada. Sonreía con los ojos, como siempre que estaba feliz de verdad.
—Entonces vamos a hacer muchas galletas. Y vamos a tener muchos colores para que puedan pintar también.
Valeria se sentó junto a ella, pasó un brazo por sus hombros y el atrajo hacia sí. Juntas observaron el dibujo: una casa hecha de crayones, de risas, de paciencia, de decisiones difíciles y de amor recompuesto.
Ninguna era perfecta. Pero era real. Y eso, para ellas, era suficiente.
Paso para no rendirse hoy:
Revisa tus sueños como si fueran dibujos de crayón. No tienen que ser perfectos. Solo tienen que ser tuyos.
Toma un papel y dibuja cómo ves tu vida ideal. Puede ser ridículo, puede ser caótico, puede no tener sentido para nadie más. Pero para vos, será un mapa. Y los mapas están hechos para guiarnos, no para juzgarnos.
Reflexión final del capítulo:
A veces, los niños nos enseñan a reconstruir antes de saber cómo. Dibujan casas nuevas porque no tienen miedo de empezar de nuevo. Porque no guardan rencor a las paredes que se cayeron, ni a las puertas que se cerraron.
Editado: 28.06.2025