La tarde tenía ese aire especial: ni frío, ni caliente; Ni triste, ni feliz. Era en solitario. Como esos días donde todo parece normal, pero dentro pasan cosas grandes.
Valeria estaba sentada junto a Ángela en el rincón del café, el lugar preferido de las dos para hablar sin prisas. Jimena jugaba con Kafka, inventando una nueva historia sobre un perro detective que buscaba galletas perdidas.
Ángela sostenía entre sus manos una carta doblada, ya leída varias veces. Sonreía mientras la miraba.
—Es de mi hija —dijo, sin que nadie preguntara—. La de Canadá.
Valeria levantó la vista de su cuaderno rojo. No dijo nada. Solo escuchó.
—Me envió una foto de ella con mi nieta. Dice que le habla de mí. Que le contó que tengo una especie de casa nueva, una tribu y una niña llamada Jimena que me enseñó a reír otra vez.
Ángela rio bajito, con los ojos brillantes, pero sin tristeza.
—Hace tiempo que no teníamos una conversación así. Cálida. Sin reproches por seguir aquí. Ella dice que quiere venir a visitar… que quiere conocer este lugar y a ustedes.
Valeria ascendió. Sabía que aquello no era solo una noticia. Era una reconciliación silenciosa. Una puerta que se abriría después de años cerrada.
—¿Y qué le dijiste? —preguntó.
—Le dije que sí. Que Jimena le enseñará a dibujar casas nuevas.
Se quedaron calladas un momento, dejando que el sonido de sus risas luego llenara el espacio.
Después, Ángela miró a Valeria y le dijo:
—¿Sabes? A veces pienso que nos olvidamos de que somos hijas también. Pensamos que somos madres, esposas, trabajadoras, luchadoras… Pero pocas veces nos damos permiso para sentir que también necesitamos mimos, palabras buenas, incluso un regalo.
Valeria bajó la mirada. Se quedó pensando.
Porque sí. Ella también lo había sentido. Esa falta de alguien que la cuidara, que le dijera “estoy orgullosa de vos”, “mira, te traje algo”.
Todo eso le dieron ganas de escribir.
Así que sacó el cuaderno rojo, lo abrió por una página vacía y empezó:
"Manual de mamá para no rendirse :
Las madres también tienen madre.
A veces no fue perfecta. A veces no supo cómo querer. A veces tuvo miedo. O dolor. O ambas cosas.
Pero vos, igual que ella, también eres humana. Y eso no te hace menos valiosa. Te hace real.
Si puedes, dile gracias por lo que hizo bien. Si no, dale gracias por lo que intentó.
Y si no puedes hacer ninguna de las dos cosas… recuerda que vos también puedes ser esa madre para Vos misma.”
Jimena llegó corriendo, interrumpiendo el momento con su energía habitual.
-¡Mamá! ¡Mira qué hice!
Le mostró un dibujo: tres mujeres tomadas de la mano. Una alta, una baja, una media. Las tres sonrientes.
—Esta eres vos —señaló—. Esta soy yo. Y esta es Ángela. Pero también podría ser la abuela que no tengo. O la tía que quiero tener. O la amiga que siempre está.
Valeria miró a Ángela. Ángela miró a Valeria.
Y sin decirlo, las dos entendieron lo mismo:
Que a veces, la familia no viene hecha. Que a veces, la construyes. Que a veces, encontrar a tu madre es encontrar a alguien que, sin serlo, te quiere como si lo fuera.
Y eso, en el mundo de Valeria, era más que suficiente.
Reflexión:
No todas las madres reciben amor de sus propias madres. Pero todas pueden aprender a dárselo ellas mismas. Porque ser madre no significa dejar de ser hija. Decide que, desde hoy, vas a ser quien te lo dé.
Editado: 28.06.2025