Jessie Miller.
6 años atrás.
Era fácil juzgar a las personas cuando no se conocía el proceder de sus actos.
Todos hablaban, todos señalaban, pero nadie ayudaba.
Decían que era un espectro, una basura. Solían decir que era una escoria más de las que habitaban este mundo. Pero ¿No lo éramos todos? No había ninguna diferencia entre los buenos y los malos. Muchas veces los segundos resultaban ser mejores que los que se escondían a través de un traje de bondad.
Cometí errores en el pasado que me llevaron hasta este orfanato, y aunque a veces quisiera ser de esas personas que terminaban arrepentidas por sus actos, no podía. Porque yo simplemente no era capaz de arrepentirme.
Estuve diez años en la cárcel. Un juez había dictaminado que serían quince, pero gracias a mi buen comportamiento y obras sociales me redujeron la pena. Fueron años en los que recibí desde abusos, hasta maltratos físicos y verbales. Fui violada innumerables veces, golpeada y tratada como una esclava por las otras reclusas. Había días en los que no comía, en los que no me bañaba, y días en los que ni siquiera recibía ninguna visita.
Ir a la cárcel le servía a la mayoría de las personas para reflexionar sobre sus fechorías, y así no volverlas a repetir. Y para otras era como estar en un campamento de verano, que les servía para volverse más viles y despiadados. Yo pertenecía a las segundas.
Mi personalidad no me hacía una enferma, o desquiciada como estaban acostumbrados a decirme. Era solo una mujer que tomó decisiones en el pasado para su beneficio. No me importaba si era considerada egoísta, pues estaba segura que no era la primera persona capaz de conseguir lo que quiere sin importar a costa de que debía hacerlo.
Después de salir de la cárcel llegué a este orfanato convirtiéndome en la líder, y cuidadora de 16 niños. El que fuesen varones me encantaba, pues me llevaba mejor con ellos, que con un montón de niñas caprichosas y lloronas.
Los había entrenado para que supieran defenderse del mundo. Y cuando ya me cansaba de cuidar a alguno, me encargaba de que cualquier familia viniera hasta aquí par adoptar.
No los dejaba salir, ni mirar a la calle. Tenían que permanecer dentro de casa cumpliendo todo aquello que se me antojara que hicieron durante el día. Ni uno de ellos era capaz de desobedecer mis órdenes, pues sabían los problemas que eso acarrearía. Podía ser muy buena, y amable con ellos mientras fuesen obedientes.
Una vez me conocieron por las malas, y no creo que quisieran repetirlo.
Había transcurrido un año desde el día en que aquel niño llegó aquí tocando a mi puerta con la trabajadora social. Mi sorpresa al verlo fue imposible de describir. No podía creer que realmente era el.
Imágenes de todo lo vivido tiempos atrás llegaron a mi como una ráfaga de viento. Cuando sali de la cárcel lo primero que hice fue buscarlo, y buscarlo. Pero no había rastros de el en ninguna parte, era como si se lo fuese tragado la tierra. Nadie sabía de su paradero. No perdía las esperanzas de que algún día volviera a tenerlo conmigo, pues el amor que sentía por el era inmenso, imposible de olvidar y quebrantar.
Por el era capaz de matar, si era necesario.
Cuando supe que estaba ciego las ganas de llorar llegaron a mí como si de un río se tratase. No pude controlarlo, pues sus ojos eran lo más hermoso que alguna vez había visto. No me importaba su condición, me encargaría de que aprendiera a vivir con ello. Pues lo único importante es que ahora estaba conmigo, y que era solo mío.
Pensé que sería sencillo lidiar con el, que podría domarlo como lo había hecho con los otros niños, pero nada era lo que parecía. Había crecido, habla y se expresaba como un hombre y cada una de sus actitudes me dejaban cada día más perpleja.
Estaba hundido en un hueco de depresión el cual no quería aceptar, o eso era lo que yo creía. Pero no me rendí. Insistí e insistí en que se dejara ayudar por mí hasta que lo logré.
Era difícil aprender a vivir siendo un ciego, pero durante el año que había pasado tuvo grandes avances que me hacían sentir orgullosa de él.
El día que lo encontré mientras sus antebrazos se desangraban, sentí que mi mundo se rompía en pequeños pedazos. No podía imaginar otra vez mi vida sin el, no ahora que lo tenía.
El era mi todo.
Lo tome entre mis brazos, mientras corría al auto para llevarlo al hospital más cercano de aquí. Estaba inconsciente, y yo no podía dejar de llorar y verlo mientras conducía a toda velocidad por la avenida.
- Tienes que vivir, ¿Me entiendes? - Le grite, no sabía si podía escucharme.- Tienes que estar a mi lado, para siempre.
Yo podía morir por el, pues no podía vivir otra vez sin tenerlo a mi lado.
Llegamos y por suerte fue atendido rápidamente. Si no lo hubiese encontrado a tiempo, tal vez ahorita estuviese llorando en su funeral.
Cuando volvimos a casa, costo un poco tratar de volver a la normalidad. Pues todo el avance que habíamos tenido se había ido por el caño.
Eso en sobremanera, me hacía enojar. Pues aunque tratase de entenderlo mi paciencia estaba llegando a un límite.
Yo estaba al tanto de todas las burlas y maltratos que los chicos le daban desde que llegó aquí. Me hacía la tonta. Pues eso me servía para que Axel, los odiara a ellos y no a mí. Podía sonar cruel, pero yo no era capaz de verlo así.
Nadie podría entenderme. Jamás.
Los días transcurrían, y varias familias habían venido aquí para adoptar. Algunas de ellas querían llevarse a Axel, pero eso era algo que no estaba dispuesta a permitir. Por eso cuando me decían que lo querían, les avisaba que el no estaba en adopción. Eso claro, sin que el lo supiera. El creía que la culpable de que nadie lo escogiera era su condición, cuando realmente lo era yo.
No me importaba el precio que tenía que pagar por mis actos, Axel era lo único que necesitaba para estar bien.