Valiente

Capítulo 7

Axel:

Salí disparado de aquella pastelería con mi cabeza dando vueltas a lo que había dicho. ¿Se estaba burlando de mí? Era lo más probable. ¿Cómo demonios podían gustarle los ojos de un ciego, sino tenían nada en especial? Ella estaba loca, y yo seguro de que no querría volver nunca más a este lugar. Menos si quién estaría siempre sería esa atrevida habladora.

— Axel, ¿Por qué has salido solo? — Ese era mi padre quien hablaba. Menos mal me había visto, porque no tenía idea de a donde dirigirme.— Iré a pagar el pastel, no te muevas de aquí.

— Papá, no. Ya lo he pagado. Vámonos ya — Quería salir de aquí lo más pronto posible.

— ¿Paso algo allá dentro? — Preguntó. Su voz cubierta de preocupación.— Dímelo, y ahora mismo voy hasta allá.

— No ha pasado nada, ahora vámonos. — Opte por no decirle que me había topado con una atrevida, pues esa chiquilla chismosa no tenía ninguna importancia para mí. No merecía ser mencionada con mi padre.

Comenzamos a caminar en dirección al auto, y una vez dentro de el emprendemos la vuelta a casa con el famoso pastel de mamá.

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Eran pasadas las siete de la noche, y ya la mayor parte de los invitados se encuentran en el lugar. Están familiares de mi padre, y porsupuesto también de mi madre.

Si me preguntaran con quién de ellos me llevaba mejor, fácilmente podría decir que con los del lado de mi madre. Pues son personas que saben lo que es trabajar la empatía y el no despreciar a quien lleve una condición en su cuerpo. En cambio, la familia de papá es de aquella que vive del que dirá la sociedad, pues al ser todos adinerados y de buena posición social tienen que cuidar su reputación, o eso es lo que uno de estos días escuché que le decían a mi padre.

Para mí, esas eran puras mierdas. Las personas tenían que ser fieles a su esencia y personalidad, sin importar si eran ricos o pobres. La sociedad no te definía quien eras, ni mucho menos tenía la potestad de inmiscuirse en las decisiones que tomábamos como personas. Solo aquellos que otorgaban aquel poder eran quieres vivían preocupados por las opiniones que pudieran tener los demás respecto a lo que hacían o decían.

Era hipócrita de mi parte decir esto, cuando era yo uno de los principales que se ocultaban del mundo por ser ciego. Pero ya ven, siempre dicen que somos muchos los que damos consejos a otros que en realidad nos sirven a nosotros mismos, pero nunca los acatamos.

Habían alrededor de 25 personas en casa, una cifra bastante alta para mí gusto, pues me hacían sentir incómodos y más cuando era palpable la hipocresía entre todos ellos.

Joshua era uno de los hermanos de mi padre, estaba casado con una mujer rusa con quién tenía dos hijas mellizas de 8 años llamadas: Ross y Pasqualinna. A decir verdad, las niñas eran muy dulces y amables con todos, nada comparado a lo que era su padre. Creía más bien que habían sacado el estilo de su mamá, quien era una mujer tranquila y por lo que me había contado mi madre bellísima.

Luego seguía Martina y Amanda, quienes también eran hermanas de mi padre. Estás dos eran unas solteronas frívolas y calculadoras, querían siempre tener manipulados a todos los miembros de la familia. En especial al abuelo quien era dueño de todas las empresas dónde ellas dirigían. Eran mujeres sin filtros, altivas. Mujeres de aquellas que crecían con la creencia de que el mundo era y giraba entorno a ellas. Pero lo que más destacaba es que eran de aquellas capaces de hacer daño con tal de alcanzar sus objetivos, no tenían límites ni escrúpulos.

Por último para conformar esa familia estaban, los padres de mi padre. Cristina y Tomás. La primera era igual o peor de frívola que las hijas, ésta basaba su vida en humillar a personas de bajo estatus económico o social, pues para ella no eran más que basuras que no merecen estar pisando este mundo. Eso era yo para aquella mujer que debía ser llamada abuela, una basura. Y Tomás, de él no había mucho que decir. Era el hombre que se dejaba dominar por su mujer, cuando estábamos a solas me mostraba su faceta de abuelo feliz de tenerme, me llenaba de mimos, y platicaba conmigo sobre algunos gustos que teníamos en común. Pero su actitud cambiaba  cuando llegaba Cristina, pues se transformaba en una máscara de frialdad, y egocentrismo al igual que su esposa.

Todos eran una cuerda de víboras, a excepción de mi padre quien es el hombre más bondadoso y bueno que puede existir. Fue el único que se salvó de aquella familia, y a veces hasta creía que no llevaba su misma sangre.

Sentí una mano posarse en mi hombre, lo que me hizo dar un salto. Los toques así repentinos me hacían asustar.

— Hola primito. ¿Todo está bien? — Aquella voz le pertenecía a Isabelle. La hija de una de las hermanas de mi madre.

— Hola Isabelle, si. — Soltó un bufido, y se alejó de mí lado. Nunca he sido de mantener grandes conversaciones con los miembros de estas familias, ni con nadie en general, realmente. Pero Isabelle era persistente en su tarea de querer hablar conmigo siempre que me veía. Es habladora, al igual que la atrevida de la tienda de pasteles.

¿Pero que digo? Muevo mi cabeza en desaprobación. No tengo que estar pensando en esa chiquilla.

La familia de mi madre si era un poco más grande. Cuatro hermanas y un hermano, la conformaban.

Isabella, es madre soltera. Nunca he podido comprender su forma de ser, aunque de cierta manera me gusta. Es como una especie de hippie, que va por la vida hablando de los astros y todas aquellas cosas que tenga que ver con el universo y las energías. Según ella, es capaz de ver el futuro. Me gustaría ver cómo va vestida siempre, según lo que dice mi padre se ve muy divertida. Es la madre de Isabelle, quien tiene 16 años. Ésta chica es divertida, lo admito. Pero también muy parlanchina y empalagosa, tiene un complejo de aquellos ositos que suelen ver los niños cuando son chiquillos. Quiere estar repartiendo besos y abrazos a cada rato, me estresa de cierta forma.



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En el texto hay: amor, odio, muerte

Editado: 05.09.2021

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