Ashley
Ya ha pasado un tiempo desde que salí, y durante varios meses he estado metida en mis estudios, lo que me ha mantenido bastante ocupada. Sin embargo, no puedo evitar notar que Carlos ha experimentado un cambio radical. En clase, lo he observado atento, con una expresión en su rostro que es difícil de describir; es una mirada que evoca una mezcla de emociones inexplicables.
Ahora, en este preciso instante, estoy tomando mi diario y me dispongo a escribir.
Hola, querido diario:
Me pregunto qué sucede cuando una persona especial llega a nuestras vidas. La llegada de esta persona provoca una conmoción profunda en nuestro interior, desencadenando un torbellino de emociones y deseos que resulta imposible ignorar. A menudo me encuentro rememorando aquellos momentos en los que mi corazón late desbocado, como si estuviera siendo arrastrado por una fuerza magnética hacia esa persona que me ha cautivado.
Cada vez que pienso en él, las palabras fluyen en mi mente. Su presencia parece transformar todo a su alrededor: los colores se vuelven más vibrantes, los aromas son más intensos y agradables. Cuando estamos juntos, el tiempo parece detenerse por completo, y se crea un espacio mágico donde el resto del mundo se desdibuja. En esos instantes, solo importan las miradas que cruzamos, así como las sonrisas que se intercambian. La conexión emocional es tan poderosa que se siente casi tangible; hay una inquietud placentera que me acompaña en cada encuentro, en cada conversación compartida.
Después escribir mi diario, salgo de mi habitación y me dirijo caminando hacia el salón. Al llegar, me doy cuenta de que están viendo una película. Me acerco un poco más y, sin pensarlo dos veces, me siento al lado de Noel, quien ya está metido en la trama. Así, comienzo a disfrutar de la película
La película llega a su fin y me quedo sentada en el sofá durante unos minutos más, absorta en el desenlace y los créditos que van apareciendo en la pantalla. Es Noel quien se levanta primero. Se despide con una sonrisa suave que ilumina su rostro y se dirige hacia su habitación. En ese momento, el silencio se apodera de la casa, envolviéndola como una manta ligera y cálida.
Aprovecho ese instante de calma para darme cuenta de que siento una necesidad imperiosa de salir. No es una huida de algo, más bien un deseo de tener un momento a solas conmigo misma. A veces, caminar me ayuda a ordenar las ideas o, al menos, a ponerlas en un cierto orden.
Subo a mi habitación y me pongo una chaqueta liviana, sintiendo su suavidad entre mis dedos. Luego, bajo las escaleras con pasos silenciosos para no perturbar el ambiente. En la cocina, encuentro a Miranda, que está guardando los restos de la cena en el refrigerador. Me acerco a ella y, con una voz tranquila, le aviso:
—Voy a dar un paseo. No tardo mucho.
Ella alza la vista, reflejando esa dulzura que siempre me cuida incluso en los detalles más pequeños, y responde:
—¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias —le contesto, sonriendo—. Necesito aire. Solo un ratito.
Ella asiente, y su mirada me dice “te entiendo” sin necesidad de palabras. Valoro mucho eso, el poder ser leída sin tener que explicar cada rincón de lo que siento.
Salgo de casa y el aire fresco de la noche acaricia mi rostro suavemente. Las luces del vecindario parpadean con delicadeza, y el sonido de mis pasos sobre la acera se mezcla con el canto lejano de los grillos, creando una banda sonora tranquila para mi paseo.
Camino sin un rumbo fijo, permitiendo que mis pensamientos floten libremente y que mis emociones se calmen poco a poco. Al pasar junto al parque, noto que todavía hay algún niño jugando con su padre. Alzo la mirada hacia el cielo y me doy cuenta de que las estrellas brillan más intensamente esta noche, como si quisieran compartir su luz conmigo.
Continúo andando, cruzo una calle tranquila, sumida en mis reflexiones... y entonces, lo veo.
Carlos.
Se encuentra allí, caminando en dirección contraria, con las manos en los bolsillos y unos auriculares puestos que parecen aislarlo del mundo. Parece tan concentrado en lo suyo, pero en el momento en que levanta la vista, nuestros ojos se cruzan.
Y en ese instante, el tiempo parece detenerse.
Él se ve increíblemente atractivo, y no puedo evitar darme cuenta de lo bonitos que son sus ojos. Me pierdo en su mirada, en ese labio que me provoca sentimientos inexplicables que nunca pensé que podría experimentar. 
Carlos se detiene al notar mi presencia, y yo, a su vez, hago lo mismo. En ese instante, todo a nuestro alrededor parece detenerse, como si el mundo entero se hubiera puesto en pausa. La noche, envolvente y silenciosa, parece contener su aliento, creando una atmósfera casi mágica que nos rodea. Los sonidos lejanos desaparecen y el tiempo se extiende, convirtiendo ese breve momento en una eternidad compartida.
No pronuncia palabra alguna. Yo tampoco lo hago. Simplemente permanecemos en ese instante, observándonos el uno al otro.
Sus ojos me atrapan; no lo hacen con una fuerza imponente, sino con una delicadeza que me desarma por completo. Hay algo en su mirada que me resulta confuso, un matiz que no consigo comprender del todo, pero que, a la vez, siento familiar. Es como si él también albergara un secreto en su interior, algo que le pesa en el alma y que, por alguna razón, no se atreve a expresar.
Apenas esboza una sonrisa, solo un leve gesto que casi se pierde en la comisura de sus labios. Es un movimiento tan sutil que podría parecer que no ha sucedido. Ante esto, yo respondo con una sonrisa tímida y contenida, una que se queda atrapada en mi rostro y no se atreve a expandirse. Sin embargo, en mi interior, el corazón late con fuerza, como si intentara escapar de una situación que le resulta abrumadora.
En ese instante, nos cruzamos. Él continúa su camino con paso decidido, mientras yo sigo el mío, cada uno por senderos que se alejan, pero con el eco de ese breve encuentro pensando en mí.