Nunca le dijeron por qué se fueron del pueblo.
Elena solo recordaba la lluvia. Una tormenta densa como humo, los rayos temblando detrás de los árboles, y su madre empacando a toda prisa mientras su padre no paraba de mirar por la ventana. Esa noche nadie durmió. A la mañana siguiente, abandonaron el pueblo sin mirar atrás.
Por años pensó que todo había sido una pesadilla de la infancia. Incluso cuando despertaba empapada en sudor, con la imagen persistente de una sombra alta entre los árboles y una voz que le susurraba su nombre. No hablaba de ello con nadie. Aprendió a vivir en la ciudad, a llenar los silencios con música, y a enterrar el pasado bajo miles de fotografías.
Hasta que llegó la carta.
No tenía remitente. Solo su nombre, escrito con la caligrafía desordenada de su hermana Camila.
“Ven. Escúchalo. Él aún recuerda tu nombre.”
Elena sostuvo el papel con las manos temblorosas. La tinta estaba manchada, como si hubiese sido escrita bajo la lluvia.
Y entonces lo sintió de nuevo.
Esa presencia. Esa sombra familiar acechando justo detrás del recuerdo.
No supo si fue el miedo, el amor o la culpa lo que la hizo volver.
Pero dos días después, el autobús se detenía frente al letrero oxidado:
“Bienvenidos a Nivarith”
Población: 314 — tachado, corregido a mano: 313
Y al poner un pie en ese lugar, Elena comprendió que el Valle no la había olvidado.
Solo estaba esperando.