AÚN HAY LUZ EN TI (CAPÍTULO 89)
El lugar comenzó a parpadear.
Un rugido profundo, como el grito de una bestia cósmica, recorrió la dimensión. Las paredes temblaban, el cielo se agrietaba como cristal quebrado, y el aire mismo parecía cortarse en fragmentos luminosos.
Gabriel apretó la mano de Elena con fuerza.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó, mientras el suelo se abría bajo sus pies.
Las almas del lugar, flotaban ahora descontroladas, como mariposas negras incendiándose en el aire.
—¡Algo ha cruzado la puerta! —dijo una voz en el eco.
Era Armon. Su silueta apareció entre la distorsión, envuelta en una luz azulada. Sus ojos, sin iris ni pupilas, reflejaban un brillo sereno, casi ajeno al caos que lo rodeaba.
—Este lugar no puede sostener a dos seres vivos. Está rompiéndose.
—¡Richard! —rugió Gabriel—. ¡Maldita sea, ha entrado!
Armon extendió su mano, y el espacio alrededor de ellos se detuvo unos segundos. Era como si el tiempo se replegara sobre sí mismo, dándoles un respiro.
—Puedo contener el derrumbe unos momentos, pero no más. Debéis marcharos.
—¿Y él? —preguntó Elena, mirando hacia la neblina que rugía en el horizonte.
—Él debe tomar su propia decisión —respondió el guardián—. No puedo intervenir en su destino.
Un estruendo cortó la conversación. En la distancia, una tormenta de energía devoraba todo.
Era Richard.
Su cuerpo ardía en una mezcla de luz y oscuridad, caminando entre fragmentos de su pasado que se manifestaban como sombras humanas.
Gritaba, destrozado, mientras las imágenes de su madre, su infancia y su vida perdida se arremolinaban a su alrededor.
—¡Mamá! ¡Por favor! ¡Respóndeme! —gritaba.
Su voz retumbaba por toda la dimensión.
Y entonces ella apareció.
Linda, la madre de Richard.
Su forma era luminosa, serena, como un recuerdo hecho carne. Su rostro irradiaba una paz tan pura que incluso las grietas del cielo parecieron detenerse un instante. Su luz no era sólo visible: era tangible, abrazando a Richard con la fuerza de un amor inquebrantable.
—Richard… —susurró ella.
El joven cayó de rodillas, temblando.
—¡Madre! ¡Por fin! ¡Lo he conseguido! ¡Puedo traerte de vuelta!
Se abalanzó hacia ella, pero su cuerpo atravesó el suyo como si fuera humo.
—No puedes —respondió Linda con ternura—. No es así como debe ser.
Richard comenzó a llorar, golpeando el suelo.
—¡No! ¡No puedes pedirme eso! ¡Te necesito! ¡Todo esto fue por ti!
—¿Por mí… o por ti mismo? —preguntó ella suavemente, acercándose.
Su luz bañó su rostro, y las lágrimas del muchacho se transformaron en destellos de energía.
—¡No me importa! ¡Quiero traerte de vuelta! ¡Leo no me dejó vengarte! ¡Él tiene la culpa! ¡ÉL!
Linda se arrodilló frente a él y le tomó el rostro entre sus manos luminosas.
—Hijo mío… Leo no te quitó nada. Él te protegió, yo misma le pedí que lo hiciera. Eres tú quien no ha sabido soltar.
Richard la miraba, deshecho.
—¿Soltar…? —murmuró.
—Yo ya no pertenezco a este mundo, Richard. Y tú… tampoco perteneces a este dolor.
Su voz temblaba con una mezcla de dulzura y poder.
—¿Por qué me dejaste? —preguntó él, quebrado.
—Nunca te dejé. Siempre he estado contigo. Pero tienes que seguir sin mí.
Las lágrimas del muchacho caían sobre el suelo fracturado, que se iluminaba con cada gota.
—No puedo… no sé cómo vivir sin ti.
—Sí puedes. Porque no estás solo.
Linda lo abrazó, y su cuerpo comenzó a disolverse en partículas de luz dorada.
—Richard… escucha lo que te voy a decir y grábalo en tu alma. Leo no es tu enemigo. Él es el único que puede salvar a todos. Ayúdalo. Protégelo. Conviértete en el héroe que estás destinado a ser.
Su voz resonó por toda la dimensión, como un eco divino.
Richard gritó, tratando de sujetarla, pero sus manos solo atrapaban luz.
—¡NOOO!
Linda sonrió, una última vez.
—Te amo, hijo mío. Y siempre lo haré.
Y desapareció.
Richard quedó de rodillas, llorando, mientras el cielo se desmoronaba sobre él.
Por primera vez, el joven comprendió la magnitud de lo que debía hacer: soltar su dolor y confiar en Leo.
Mientras tanto, Gabriel y Elena corrían entre los destrozos del lugar.
El suelo se convertía en fragmentos flotantes, las columnas se disolvían en polvo de luz.
Elena tropezó, pero Armon apareció a su lado, levantándola con una mano.
—Apresuraos. No puedo contener esto más tiempo.
El guardián extendió su mano, creando un sendero de energía hacia la puerta.
Gabriel sujetó a Elena con fuerza y corrió con ella.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Antes de que todo colapse!
De repente, entre la distorsión de la realidad, una figura comenzó a formarse.
Un cuerpo, primero como sombras, luego completo, se reconstruyó con un aura oscura y rugiente.
—¿Dónde… estoy? —murmuró una voz juvenil, cargada de confusión y rabia.
Era Zack, el adolescente que murió a manos de Ciffer y uno de los hijos de Ra. Su regreso era tangible: ojos brillando con malicia, piel fría, y una presencia que irradiaba peligro.
El colapso de la dimensión le había dado forma de nuevo, pero lejos de Gabriel y Elena. La tierra bajo sus pies estaba cubierta de almas deformes y fragmentos de energía corrupta, susurrando su nombre, obedeciendo su despertar.
—¡He vuelto! —susurró Zack, con una sonrisa torcida—.
Gabriel y Elena cruzaron la puerta justo cuando esta explotó.
Fuera, en el mundo real, la montaña entera tembló.
Un resplandor azul salió disparado desde la cima, iluminando toda la montaña.
Un rugido ensordecedor retumbó por kilómetros, derritió la nieve que había cerca.
La explosión arrasó la montaña, desintegrándola en un torbellino de fuego y luz.
Cuando todo terminó… solo quedó un cráter humeante y el silencio.
La puerta… ya no existía.
No quedaba nada.
Nada.