Vampires and Angels I

CAPÍTULO VIII

Habían pasado dos semanas; según la cuenta humana; desde que Alexander había caído a la tierra; y las cosas en los altos cielos no podían haberse puesto peor. Kairos lo sabía, se había repetido una y otra vez en su mente que algo así iba a pasar, pero jamás imaginó que sería tan terrible.

Afortunadamente los dioses y los arcángeles que habían atacado, no los habían reconocido; pero sería solo cuestión de tiempo para que empezaran a sospechar de ellos; después de todo, eran sus amigos.

Lykaios caminaba de un lado a otro de la enorme habitación dorada desesperado; a Kairos le saltaba una vena en la cabeza de tan solo verlo moverse de aquí para allá con pesadez.

—¿¡Puedes quedarte quieto!? —soltó de pronto. Todos los presentes en la sala voltearon a verlo.

Nyx había estado concentrado en uno de esos juguetes que había inventado, pero volteó a mirar cuando escuchó la melodiosa voz del ángel.

Tyrone estaba recostado sobre un muro jugueteando con las plumas de sus alas como si no le importara en absoluto todo lo que pasaba, e Inea; que estaba sentada; se puso de pie de un salto.

—Nada ganas preocupándote, Ly —le dijo Inea.

—Por culpa nuestra esa mujer va a morir. —Su voz sonaba casi en automático, pero todos sentían la tensión en sus palabras.

—Mejor ella que nosotros —contestó Tyrone, aunque esa respuesta pareció ser más para sí mismo que para los demás.

—¿Cuándo nos convertimos en demonios? —replicó Kairos molesto—, ¡no podemos permitir que la condenen por algo que no hizo!

Tyrone giró los ojos hasta ponerlos en blanco, le irritaba sobremanera que su amigo fuese tan condescendiente.

—Quizá la podríamos hacer caer —sugirió Nyx—, igual que con Alexander.

—Ni siquiera sabemos si Alex está vivo —dijo Inea en un susurro.

Nadie lo decía, pero todos temían lo peor. Odiaban no poder comunicarse con él por ningún medio, ni saber si había sobrevivido a la brutal caída.

—Si lo está —afirmó Lykaios que se había quedado inmóvil en medio del cuarto. —No me pregunten cómo lo sé, solo sé que estoy seguro. Él está vivo.

—No sé para que lo aclaras si sabes que te lo voy a preguntar, ¿cómo lo sabes? —interrogó Kairos.

Lykaios sabía mucho para ser solo un simple ángel, pero temía compartir la información con sus amigos, lo que menos quería era que ellos también pagaran las consecuencias de saber demasiado.

—Eso no importa ahora, lo que importa es Essondri, ¿dejaremos que muera? —volvió a cambiar el tema, y los demás olvidaron lo de Alexander por un instante; excepto Kairos.

—Los dioses ya la han declarado culpable —dijo Inea.

—Hereje, traidora e impura —repitió Tyrone en voz alta, las tres palabras que habían usado los dioses para referirse a ella.

Luego de la caída de Alexander, se había formado un terrible pandemónium; pero los arcángeles y los dioses no dudaron en acusar a Essondri de haberlo ayudado a escapar; después de todo, ella ya lo había hecho antes, lo amaba, y era demasiado tonta como para arriesgarse así.

—No es justo —se quejó Kairos.

—Si nosotros morimos, no podremos ayudar a Alex, y es él quien necesita nuestra ayuda, no Essondri —dijo Tyrone para intentar justificar lo que él y sus amigos estaban haciendo.

Los cinco ángeles se miraron nerviosos y acusadores. Ninguno estaba feliz con la decisión, pero ninguno quería morir, porque, a pesar de que su vida celestial era “inmortal”, no había dudas de que los dioses podían acabar con las vidas de los ángeles en un parpadeo.

Una trompeta solemne sonó en los altos cielos, y todos los ángeles y arcángeles la habían escuchado con claridad.

Era el sonido del inicio de la sentencia de Essondri: la muerte.

Para los dioses, ella era culpable, y, a menos que uno de los ángeles implicados hablara, ese día, sería el día final de la mujer.

 

Essondri tenía muchos días sin ver la luz del sol. Su tez blanquecina había perdido todo el brillo que la caracterizaba. Sabía que no había sido culpable de lo que la acusaban, pero ya ni siquiera tenía fuerzas para negarlo.

A ella no le preocupaba la muerte, pues hacía mucho tiempo que se sentía muerta; lo único que le preocupaba, era saber qué había ocurrido con su querido Alexander.




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