Los grilletes sonaban a cada paso, incluso de aquellos que no tenían fuerzas, y caían sobre la espalda del otro prisionero que conformaba la extensa fila.
Tras semanas de densas lluvias, el suelo de piedra, era resbaladizo y frío, incluso para una piel curtida como la de los numerosos piratas que se dirigían a su destino final.
Una aglomeración de pueblerinos furiosos, rodeaban la plataforma de gruesas tablas, cuyas cinco horcas, mojadas por la lluvia, eran señaladas con clamor.
Pues, según las víctimas, ese era el final que se merecían los harapientos e inhumanos piratas, que también recibían el odio indiscriminado con frutas y verduras podridas, con algunos insultos que no afectaban en lo más mínimo al grupo de hombres y huérfanos.
Estos últimos, incluso, levantaron la mirada al cielo encapotado de nubes espesas y, que esperaban, se descargarán, una vez fuera el turno de decir adiós, a un mundo que fue más cruel que benevolente con sus destinos.
Sin culpar ni juzgar, aceptaban cada paso que los guiaba a un giro inesperado de sus vidas. Pues, James, el mayor de ellos, por meses soñó con ese día.
El viejo Karl, cuando se lo contó por primera vez, se le burló, al adjudicar que era un joven con mucha imaginación. Pues, a ochenta años desde que se unió a dicha tripulación, jamás llegó a pisar tierra firme, más que para causar sus fechorías.
—¿Qué dirá ahora?
Se preguntó James, que bajó la mirada por culpa de una gota de lluvia, y con los ojos húmedos, observó el dije que obtuvo del último saqueo que formó parte.
Un medallón que no tenía más valor que el dibujo de una cruz de espadas, pero la sensación familiar, era el motivo por el cual lo conservaba casi con recelo.
Incluso, para ser ese día en concreto, mientras el resto de jóvenes, entre dos, cinco y siete años menores que él, copiaban la actitud indolente de sus mayores.
Mientras, por sus miradas afligidas, la forma en que apretaban los labios hasta dejarlos blancos, y la tensión de sus pequeños hombros, James advirtió el miedo.
—No es más que una aventura más, camarada.
Dijo con confianza, a la vez que los miró por sobre el hombro y les sonrió, cuyos dientes rotos y amarillentos, le dieron más credibilidad a sus palabras.
—Nadie dijo que no lo fuera, ¿verdad?
Se animó a confirmar David, que hasta se rio, cuando recibió un tomate en la mejilla; y, pese a la indignación, no perdió el humor, al ver el brillo de orgullo en los ojos marrones de James.
—No, nadie lo ha dicho.
Pero, la falta de seguridad, una gran pena, lo embargó cuando miró al frente. Y no por él, sino por ellos, en el momento en que los primeros en ser ejecutados llegaron al centro del escenario, en que contuvo de volver a verificar el humor de los demás.
Solo un grito ahogado y la tensión de los grilletes que los unía, le confirmó la impresión de ser ellos quienes debían enfrentarse a la muerte a temprana edad.
Muy distinto era ver la muerte pasar por enfrente de los ojos de los demás, a tener que enfrentarse ellos mismos a la parte silenciosa y desesperante de lo que significaba estar vivo.
O eso entendió, en el momento en que fue su turno, el de verse en cada rostro lleno de resentimiento. Tanto el de hombres, mujeres, niños y jóvenes como él.
¿Cuántas veces culpo a otros por su vida, dura y cruel? Con lagunas en la mente, sin saber en concreto si James era su verdadero nombre, fue fácil acusar, abandonar los valores, el miedo, y actuar en base del odio que sentía.
Y con la cuerda mojada, que apretaba por segundos su cuello, le sonrió a la tormenta que, con sus gotas de agua y truenos, callaban los gemidos de terror de todos, y cada uno de ellos.
Pero… como sucedía por unos largos ocho meses, James volvió a despertar en medio de la tormenta, incapaz de cambiar el rumbo de su vida.
Pues, tal como sucedió el día en que la tripulación lo salvó del peligro del océano, no recordaba nada más que la pesadilla.