—Lo que la tierra entierra, la marea lo recoge.
—De allí nacemos nosotros, los tiranos de los océanos.
—Abandonados, pero sin nada que temer.
—Ni siquiera a la dulce melodía de las olas.
—O el grito desgarrador de las tormentas que nos agitan a la deriva…
—¡Porque piratas somos!
—¡Y piratas moriremos en la horca de los mortales!
Cantaban la tripulación de Jones, que se encontraban encerrados en grupos de diez, cada celda custodiada por tres marinos, a excepción de Jones que estaba aislado junto a James.
Joven que parecía muerto en vida, como el día en que Jones decidió rescatarlo de las turbulentas marea. Y, si bien, la oportunidad que le dio de vivir no era la mejor, el pirata no conoció ojos tan vacíos como los del ya adolescente tripulante.
—¿Qué es lo que sostienes con tanto recelo, muchacho?
Se interesó, mientras escuchaba los cánticos del resto, igual que el joven que, antes de responder, volvió a aferrar la medalla contra sus pálidas y flacas manos.
—Es una baratija que encontré en el barco de los viajeros.
Respondió, consciente de que no valía la pena hacer esperar demasiado a Jones. Sujeto robusto, tosco y lo suficiente intimidante, como para mirar sus ojos azules de soslayo, así como acceder a su pedido silencioso de que le entregará el medallón.
Sin embargo, antes de siquiera llegar a colocar el objeto en la palma de la mano gruesa y grande de Jones, este mismo se alejó con brusquedad, como si hubiera visto a su mismísima némesis.
—¡¿De dónde dijiste que lo encontraste?!
Gritó horrorizado, al reconocer el aura maldita que rodeaba la medalla, así como también, la falta de la brújula que controlaba su maldad.
—En el barco de los viajeros comerciantes, capitán.
Volvió a decir James, asustado, pero incapaz de demostrarlo, al saber qué debilidad igual, era una blasfemia para Jones.
Después de todo, con cinco años, fue testigo de una ejecución del temerario pirata, a uno de su camarada de mayor confianza, por no atreverse a contradecirlo.
—¿Y dónde está la brújula?
James, que desconocía sobre ello, se animó a mirarlo y encoger los hombros. Una respuesta que, en otra situación, lo hubiera llevado a una semana de azotes.
Sin embargo, el adolescente se sintió con suerte, en lo que vio y escucho a Jones moverse por el reducido espacio, mientras repetía en angustiosos susurros «no puede ser».
—Desde que lo llevas encima, ¿sentiste algún cambio en tu rutina?
Preguntó en un tono de voz que hizo temblar el alma del joven, pues, los murmullos confidenciales, no era propio de Jones.
Menos, el de acercarse con una mirada de espanto, que confundió hasta los mismos marinos que los observaban, tal como se lo ordenaron desde que los capturaron.
—No… —se interrumpió, al recordar la pesadilla que se repetía todos los días—. Bueno, en realidad, sí…
—¿Qué? —interrumpió impaciente, a la vez que bajo la mirada, y notó como el aura maligna del objeto, se hacía uno con James.
—Es una sensación extraña, pero siento como si ya hubiera vivido esto —empezó a decir el adolescente, que tragó saliva, al verse en los ojos azules del hombre—. Siempre tengo la misma pesadilla, en que somos ejecutados.
—Una visión —interpreta Jones, que se alejó, y comprendió mejor la falta de vida en los ojos de James—. ¿Y qué pasa luego?
—No lo sé…
La confusión del joven lo hizo asentir, al comprender la experiencia. Si bien, en su caso, pudo manejarlo a su antojo, entendió la dificultad sin el objeto que contenía la maldición del medallón de la difunta amada de su hermano Jack.
—Quiere decir que estamos en un bucle —murmuró, al volver la mirada a las manos del joven, que era indiferente a la bruma negra que enlazaba el objeto maldito con su cuerpo—. ¿Hijo de quién eres, muchacho?
Se interesó después de doce años, y por mucho que los rasgos de James se le hacían familiares, no estaba seguro si se trataba de la mujer que, junto a su hermano, tuvo la mala suerte de enamorarse. O bien, de ciertos adolescentes, que tuvieron el suficiente coraje como para devolverle con creces, sus años de fechorías.
El hecho es que, en cualquier caso, su destino estaba enlazado con James. Por consiguiente, la maldición también lo acechaba a él.