La escena se repetía.
James, de hecho, de tanto conocer el minuto a minuto de su muerte, disfrutó levantar el rostro al cielo, dejar que la lluvia refrescara su rostro y, por un segundo nada más, sentir que era el único en el mundo.
Nunca antes se había sentido tan ligero y en paz, como en ese corto plazo, que se vio interrumpido por los gritos, insultos, y no menos importante, por el ruido de los grilletes que marcaban el principio del fin.
Además del peso casi imperceptible del medallón que colgaba de su cuello, y cómo sucedía siempre, hizo que bajará la mirada hacia el objeto.
De hecho, una angustia que no recordaba en otras ocasiones, lo embargó hasta desear romper con el ciclo.
Pero, para entonces, era su turno de pasar por la horca; en que, de nuevo, insultos, gritos y agresiones con verduras podridas, resumieron su vida.
No obstante, antes de volver a odiar el mundo en que nació, sin memorias ni identidad, una vez más, se vio en la tristeza de los ojos grises de una mujer que, sin poder contra la ira del pueblo, su voz no llegaba a ser oída.
Y, en cuanto todo pareció volverse oscuro, asfixiante, hasta tener la certeza de que el ciclo se iba a repetir, en esa ocasión, fue diferente.
—¡Una emboscada!
Escuchó apenas que alguien grito, pero no pudo saber quién, ya que no tenía fuerzas, más que para atender los cascos del caballo en que parecía estar montado, y rodeado de un aroma familiar, que solo llego a pensar que si la muerte era así de dulce, estaba feliz de experimentarlo.
Mientras que Anthony, impulsado por la adrenalina de proteger a su familia, galopaba sin pensar en el dolor de sus costillas rotas, ni en el intenso desgarro que parecía sufrir su cabeza.
Después de todo, tener a Robín de nuevo contra sí, y a su esposa abrazada a su espalda, era todo lo que deseaba tener en su vida.
Incluso si el aura maldita del medallón, aun los tenía galopando por el fino hilo del inframundo. Tan incierto, como lo fue para Jack, en el momento que la cabeza de Jones rodó a sus pies, sin rastro del medallón que todavía hacía convulsionar su cuerpo, en un reclamo silencioso, de darle paz a la memoria de su amada Marian.