Variante, Una Historia de la Realeza

2. El don se manifiesta

Cosas raras estaban pasando en mi vida en aquellos días. Sucesos extraños e inesperados me habían preocupado durante aquella semana al punto de hacerme creer que me estaba volviendo loca, pero no podía reaccionar de otra forma. El creer que posees alguna habilidad sobrenatural no es asunto ligero.

Todo comenzó unos días después de mi encuentro con el príncipe. Eran días cargados de emociones gracias a aquel encuentro y la noticia de la muerte del novio de Cristina, mi amiga la doctora.  Nos encontrábamos sentadas a las afueras de una cafetería; ella hecha un mar de llanto, mientras que yo trataba de buscar las palabras correctas para consolarla.

—¿Por qué mejor no vamos a mi departamento? —pregunté en un susurro.

—No. Caminemos. —propuso.

Asentí de forma silenciosa y me acerqué a la caja para pagar lo que habíamos consumido. Ayudé a mi amiga a ponerse de pie y recorrimos la cuadra con mucha paciencia. Eran las seis de la tarde, por lo que el cielo comenzaba a oscurecerse.

Nos detuvimos sobre un gran barandal de hierro, desde el cual se podía observar todo el mar que la ciudad de Wibston poseía.

—Él era tan bueno. —comentó Cristina entre sollozos, aferrada al frío metal. —No puedo creer que ya no esté, Nessa.

¿Cómo podía consolar a alguien que acababa de recibir la terrible noticia de la muerte de su novio?  

Lloró desconsoladamente, mientras yo acariciaba su espalda con los ojos un tanto llorosos. Las miradas curiosas de los transeúntes se clavaban sobre nosotras, pero no nos esforzamos por disimular la situación.

—Tengo ganas de...vomitar. —susurró alejándose un poco con expresión de asco.

La miré muy preocupada y coloqué una de mis manos sobre la de ella, deseando muy dentro de mí, que no terminara vomitando en plena calle.

Soltó un pesado suspiro y relajó sus expresiones, fue como si un notorio alivio se hubiera hecho presente en su cuerpo.

—¿Qué pasó? —pregunté preocupada. —¿Se te pasaron las náuseas?

—S-sí. —respondió clavando su vista sobre mi mano, la cual aún sostenía la suya.

—Me siento mucho mejor. —comentó un tanto pensativa. —¿Cómo hiciste eso, Nessa?

—¿Hacer qué?

—Pensarás que estoy loca, pero cuando tocaste mi mano, las ganas de vomitar y el dolor de cabeza se esfumaron.

—Debes estar delirando. —comenté un tanto escéptica. —Vamos, te acompañaré a casa; necesitas dormir un poco.

—Sí, no me hagas caso, ha sido solo impresión mía. —respondió un tanto más tranquila, agarrándome del brazo para caminar hacia la avenida principal.

Los sucesos siguientes fueron los detonantes para que un gran susto inundara mi mente.

Me encontraba en el parque cercano a mi casa en una tarde tranquila; muchos niños, custodiados por sus padres, correteaban por el pasto y se deslizaban por los toboganes del lugar.

Un pequeño niño, al cual le calculé unos tres años de edad, se acercó en mi dirección corriendo con una linda sonrisa. Sentada desde mi lugar traté de buscar con la mirada a su tutor. Era un niño pequeño ¿Qué hacía corriendo solo por la grama?

Tropezó torpemente con sus propios pies, y calló sobre el suelo de manera sorpresiva. Me levanté de golpe de mi sitio y corrí hacia él para socorrerlo. Pobre niño, se había hecho un pequeño raspón en la palma de la mano.

Un llanto escapó de su boca. Traté de tranquilizarlo mientras buscaba a su madre con la mirada, pero a nadie parecía importarle. Tomé su pequeña manito con mucho cuidado y deposité un fugaz beso en ella, explicándole con palabras entendibles, que aquel beso lo sanaría de su dolor. ¡Y vaya que lo hizo! Pues, cuando revisé nuevamente su mano, el raspón había desaparecido totalmente de ella.

—¡Gerardo! —gritó una voz juvenil a lo lejos, devolviéndome nuevamente a la realidad en la que me encontraba.

—¿C-cómo...? —me pregunté a mí misma en un susurro, mientras una adolescente cargaba al niño en sus brazos y lo revisaba de pies a cabeza.

—Perdón, soy su niñera; se me escapó de vista.

—Debes tener más cuidado. —le dije, poniéndome de pie en un movimiento. —Es muy pequeño para que ande solo por ahí.

—Sí, perdón, gracias por cuidarlo. Qué bueno que no se hizo alguna herida o su madre me hubiera despedido sin dudarlo. —comentó con cierta gracia, a lo que yo sólo asentí con la cabeza y me aparté de ellos un tanto asustada.

Giré en dirección a mi bicicleta, dispuesta a montarme en ella para regresar a casa, pero un auto negro estacionado al costado de ella llamó mi atención.

Repasé mentalmente el número de días que habían transcurrido desde mi encuentro con el príncipe; faltaban algunos más para volvernos a ver, aunque dentro mío dudaba si aquello ocurriría. No había recibido ninguna llamada o correo de parte suya; cero contacto, hasta ese día.

La ventana derecha de auto negro se desplazó hacia abajo, y escuché su voz mencionar mi nombre en un tono tan bajo que bien podría confundirse con un susurro.

—Señorita Nessa.

—A-alteza.

—¿Le gustaría que tomemos un café?




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