¿vas a volver?

Capítulo 1 - El chico de la lata de maíz.

No suelo salir sola muy seguido, pero mamá me pidió que fuera al abasto por algunas cosas. No protesté. Me gusta caminar, escuchar música en mis auriculares y perderme entre la gente. Es mi manera de desconectarme. A veces me imagino que soy un personaje de algún libro. Uno de esos que lee en silencio, observa a todos y a la vez nadie la nota.

La lista era corta: leche, pan, algunas frutas... y maíz. No sé por qué mamá quería maíz enlatado, pero ahí estaba yo, frente al estante más alto del universo, viendo cómo la única lata que parecía quedarle bien a nuestra cena estaba justo en la fila de arriba.

Me puse de puntillas, estiré el brazo todo lo que pude. Mis uñas rozaron el borde de la lata. Solo un poco más...

Y entonces, la lata tembló.
Sentí cómo empezaba a caerse y cerré los ojos, esperando que me golpeara en la cabeza como castigo por ser bajita.

Pero no pasó.

Cuando abrí los ojos, una mano más grande que la mía sostenía la lata a centímetros de mi cara. Y al girar la cabeza... lo vi.

Un chico. Alto. Cabello negro y liso. Piel clara.
Y unos ojos tan oscuros que por un segundo pensé que el mundo se había puesto en pausa solo para que yo los viera.
Tenía algo en su porte... firme, casi como un soldado, pero sin ser intimidante. Más bien... protector.
Me quedé mirándolo, sin saber muy bien qué decir.

—¿Estás bien? —me preguntó, y su voz fue justo como imaginé que sonaría una canción que me rompería el corazón.

Asentí como tonta.

—Gracias... —murmuré, bajando la vista un segundo.

Él apenas sonrió. Me entregó la lata, y cuando nuestros dedos se rozaron...
Sentí una chispa. Literal. Como electricidad. No lo estoy inventando. Fue real.

Como si algo dentro de mí acabara de despertarse.

—No deberías arriesgarte por maíz —dijo, con una mueca divertida.

—Me gusta el maíz —respondí sin pensar, y enseguida quise esconderme bajo el carrito de compras.

Él rió, bajito. Esa risa que no suena mucho, pero que igual se te queda en el cuerpo.

Y luego... se fue. Se dio la vuelta y se perdió entre los pasillos.

Me quedé ahí, con la lata en la mano y el corazón golpeándome dentro del pecho como si algo importante acabara de pasar y yo no estuviera lista.

Lo busqué con la mirada mientras hacía la fila para pagar, pero no volvió a aparecer.

Su imagen, en cambio, no se fue.

Y mientras caminaba de regreso a casa, con la música sonando en mis oídos y la bolsa colgando de mi brazo, una sola pregunta no dejaba de dar vueltas en mi cabeza:

¿Quién eras tú... y por qué siento que acabas de cambiar algo en mí?

Entré a casa como siempre, empujando la puerta con el hombro y el alma todavía en otro lugar. Dejé las bolsas en la cocina, donde mamá ya estaba preparando algo y tarareaba una canción que no reconocí.

—Hola, Cariño —me saludó sin voltear, enfocada en su cacerola—. ¿Pudiste encontrar todo?

—Sí, hasta el maíz —respondí, y por dentro sonreí al recordar lo que pasó.

—Esa es mi chica. Qué haría sin ti —dijo con dulzura, girando por fin para darme un beso en la frente.

Mamá era maestra de primaria. Tenía esa voz suave con la que uno se sentía a salvo, incluso cuando regañaba. Su presencia era como la de una vela encendida en una habitación oscura: tranquila, cálida.

Mi papá no estaba. Aunque eso no era raro. Capitán de bomberos. A veces no dormía en casa por días, pero cuando llegaba... era como si el mundo se acomodara. Era alto, fuerte, de esos hombres que parecían salidos de una película antigua. Pero su risa, esa que salía de lo más profundo, era todo lo que yo necesitaba para que un mal día se volviera bueno.

—¿Papá salió otra vez? —pregunté, sabiendo la respuesta.

—Lo llamaron desde temprano. Dijo que vendría más tarde si puede. Te manda un beso. Y una promesa de pizza este fin de semana —me guiñó el ojo.

Subí a mi habitación con una especie de emoción silenciosa. No sabía qué era exactamente, pero no quería que se fuera.

Mi cuarto era mi refugio: paredes claras, libros, fotos, mi guitarra desafinada. Y lo mejor: la mini terraza.

Me senté con un libro en la vieja silla de mimbre y dejé que el viento me despeinara. Amaba los animales, la música, las cosas simples. Pero si algo me gustaba más que todo eso... era el silencio del atardecer.

No había leído ni cinco páginas cuando el celular vibró.

Era Magalis:
"¡Feliz verano, mi Sof! Te extraño. Aquí todo es campo, vacas y mis abuelos discutiendo por todo 😂. Te quiero. Mándame fotitos, eh."

Sonreí. Magalis tenía esa energía que llenaba todo. Este verano estaba lejos... y yo la necesitaba más de lo que quería admitir.

Le respondí:
"Te extraño también. No es lo mismo sin ti. Mandame una vaca si puedes 🐄💛."

Después vi otro mensaje.
Carlo.
"Llegamos. Mi hermana ya me está hablando de sus mil clases. Qué aburrido va a ser esto. Cuídate. Te escribo luego."

Y fue ahí cuando lo sentí más fuerte.
Este verano... estoy sola.
Magalis, lejos. Carlo, también.
Solo yo... y esta ciudad que se sentía gigante cuando no tenía con quién compartirla.

Pero entonces, lo recordé a él.

Al chico de la lata de maíz.
A su sonrisa tranquila.
A esa mirada que me hizo sentir vista por primera vez en mucho tiempo.

Me recosté, cerré el libro sobre mi pecho y miré el cielo que empezaba a vestirse de noche.

No sabía quién era.
Ni si volvería a verlo.
Pero su presencia se había quedado ahí...

Como una canción que no puedes sacarte de la cabeza.



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En el texto hay: romance, romance y desamor, amor dolor

Editado: 22.06.2025

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