A veces creo que los días que no prometen nada... son los que más te sorprenden.
La señora Carmen me había dejado una nota pegada en la puerta, con su caligrafía temblorosa pero dulce, como ella:
"Sofi, ¿puedes sacar a Filip? Está inquieto y mis rodillas no me dan hoy. Gracias, cariño. Te dejo galletitas."
No era la primera vez. Me encantaba pasear al pequeño Filip, aunque de pequeño ya solo le quedaba el nombre. Un bichón blanco, regordete, con ojos tan redondos que parecía estar siempre a punto de decir algo importante. Tenía más personalidad que muchos adultos que conozco.
El sol caía lento, tiñendo el vecindario con ese dorado tibio que hace que todo se vea como una postal antigua. Las casas, los árboles, las rejas... todo parecía más quieto, más suave, más bonito.
Yo caminaba tranquila, tarareando una canción sin darme cuenta. Filip iba oliendo cada cosa como si le pagaran por eso. Hasta que... lo vio.
Un gato.
Negro, ágil, con esa cara de "a mí nadie me atrapa".
Y Filip, fiel a su instinto, salió disparado.
—¡Filip! —grité entre risas y susto, corriendo detrás suyo, la correa temblando entre mis dedos—. ¡No lo vas a alcanzar, loco!
Doblé la esquina, casi chocando con un poste, y ahí lo vi.
Filip se detuvo en seco, distraído por el aroma a medialunas que salía de una cafetería en la esquina, y yo... también me detuve.
No por el olor.
Ni por Filip.
Sino por él.
Estaba sentado en una mesa exterior con otro chico —de cabello castaño, risa fácil y mirada luminosa—. Hablaban, reían... y él también reía.
Pero cuando me vio, sonrió lindo. De ese modo que no se finge. De esos que te desarman.
Y no sé por qué, pero sentí ese pequeño temblor en el pecho, como si algo en mí susurrara: "Ahí estás."
Como si esa sonrisa fuera una canción que alguna vez amé, pero había olvidado cómo sonaba.
¿Qué probabilidades había de volver a cruzarme con él?
El mundo es enorme... pero a veces se encoge justo en el momento perfecto.
Y aunque nunca he sabido si creer en el destino... ese instante me hizo querer hacerlo.
Me saludó con una sonrisa corta, sincera, como si ya nos conociéramos de antes.
Le dijo algo al oído al chico que estaba con él, y este asintió, todavía sonriendo.
Y entonces, se levantó.
Mis pies querían seguir caminando. Mi lógica decía que no tenía por qué detenerme.
Pero me quedé ahí.
Filip ya estaba oliendo un poste como si nada.
Y yo... como si el destino hubiera recordado mi nombre, lo vi acercarse.
Casi como si la ciudad se hiciera más pequeña.
Casi como si ese verano empezara justo en ese momento.
—Hola —dijo él, deteniéndose frente a mí, con la voz suave pero segura.
—Hola... —respondí, sintiendo un cosquilleo en la garganta que no sabía si era nervio o sorpresa.
—¿Nos volvemos a encontrar?
—Parece que sí.
Sonreímos. Ese tipo de sonrisa que no necesita explicación.
—No te lanzaste sobre la estantería esta vez —bromeó él, alzando una ceja con picardía.
Solté una carcajada.
—Tampoco tú estabas en medio del pasillo, así que digamos que fue un empate.
—Aunque admito que fue muy valiente de tu parte arriesgar la vida por una lata de maíz —añadió con una seriedad fingida—. He pensado mucho en eso. Inspirador.
—¡Era la última! —respondí, divertida—. Había que luchar por ella.
Se rio. Esa risa tranquila, honesta. Y en ese momento, se agachó un poco, notando a Filip, que lo miraba como si ya lo conociera.
—Hola, campeón —le dijo al perro, rascándole detrás de las orejas.
Filip movió la cola tan rápido que parecía a punto de despegar.
—Es muy cariñoso tu perro —comentó él, sonriendo.
—Bueno... no es mío. Es de una vecina. Me deja pasearlo a veces, aunque a veces creo que es él quien me pasea a mí.
—Tiene pinta de jefe del vecindario —dijo mientras Filip le lamía la mano—. Me agrada.
—A mí también —contesté, sintiendo que la escena tenía algo irreal... o demasiado real.
Se incorporó y me miró de nuevo.
—Sé que es un poco repentino, pero... ¿te gustaría tomar algo? Estoy con un amigo ahí —señaló la mesa donde el otro chico seguía, distraído con su celular—. Pero no me molestaría quedarme un rato más.
—Gracias, de verdad... pero tengo que seguir con Filip —respondí, algo apenada pero sonriendo igual.
—Claro, claro, entiendo —dijo rápido, y luego dudó por un segundo—. Entonces... ¿sería mucha grosería si te pido tu número?
Me sorprendió. No por la pregunta, sino por la forma en la que la hizo. Sin apuro, sin presionarme. Con esa mezcla rara de seguridad y respeto.
—No... no sería grosería —respondí, sintiendo cómo algo se me aflojaba en el pecho.
Sacamos los teléfonos casi al mismo tiempo, como si el gesto ya estuviera ensayado.
—¿Te lo dicto? —preguntó él, con esa sonrisa fácil que ya me estaba desarmando.
—Dale —dije, abriendo la app de contactos.
—Tres seis cinco... —empezó, y yo fui anotando— ...cero nueve, ocho dos. Guardado.
—¿Y el nombre del dueño del número es...? —pregunté, alzando la vista con una ceja en alto.
Él rió, suave, como si le gustara mi forma de preguntar. Y ese sonido... ese sonido se estaba empezando a volver mi favorito.
—Naim —dijo con una pequeña reverencia fingida—. Un placer. Como es... así, para servirle.
—Sofía —me presenté también, con una sonrisita tímida.
—Encantadora de la lata de maíz —añadió con picardía—. Difícil de olvidar.
Reí de verdad esa vez. Lo miré un poco más. Él también.
—¿Te lo dicto yo ahora? —pregunté, y cuando asintió, le dije mi número, con un poco más de nervios que antes.
Él lo guardó sin dejar de mirarme.
—Te escribo luego, ¿está bien?
—Está bien.
Nos quedamos un segundo más ahí. Solo un instante. Suficiente para saber que esa sonrisa no había sido una casualidad.