Subimos las escaleras en puntillas, como dos adolescentes fugitivos. Naim traía hojas pegadas a la chaqueta y yo seguía goteando como esponja. Apenas cerré la puerta de mi habitación, ambos soltamos la risa contenida.
—¿Eso fue una persecución o una audición para "Rápidos y Furiosos: versión patio"? —soltó él, dejándose caer en mi cama.
—¡Casi nos descubren, Naim! —me tapé la cara—. Si mi papá te ve... te entierra en el jardín y me pone en adopción.
—Vale la pena —dijo, mirándome con esa sonrisa suya, tan tranquila, tan peligrosa.
Me crucé de brazos, pero no pude evitar reírme.
—¿Tienes hambre? —le pregunté.
—¿Esa es una pregunta trampa o me estás salvando del colapso?
—Voy a pedir arroz chino venezolano. Con lumpias. Y una Pepsi bien fría. ¿Te sirve?
—Eso es amor verdadero —dijo, llevándose una mano al pecho como si hubiera escuchado una declaración de matrimonio.
Hice el pedido desde el celular. Cuando colgué, me dejé caer a su lado. Estábamos empapados, pero riéndonos, relajados, con la brisa entrando por la ventana abierta.
—Tengo que cambiarme —dije, mordiéndome el labio—. Estoy hecha una sopa.
—¿Quieres que me voltee? —preguntó, con media sonrisa.
—Mejor salta al baño y sécate tú primero. Hay una toalla limpia colgada. Te presto una camisa.
Él asintió y fue al baño. Yo aproveché para cambiarme rápido: shortcito de dormir, camiseta de tirantes con ositos. Ropa cómoda, ropa que decía estoy en casa, pero cuidado con acercarte demasiado.
Cuando Naim salió, tenía el pelo alborotado, el pecho desnudo y mi camisa gris medio grande colgando de su mano.
—¿Esto cuenta como invasión de armario? —bromeó.
Pero yo no respondí.
Lo miré.
Y él me miró a mí.
Y por un instante, el tiempo se detuvo.
Mis pies caminaron solos. Me acerqué. Él dejó la camisa a un lado. Mi corazón martillaba en el pecho. Lo sentí tan cerca, tan real, tan inevitable.
Nuestros labios se buscaron sin apuro. Fue un beso suave al principio, tibio, lento, lleno de todo lo que no habíamos dicho.
Sus manos subieron por mis brazos, mi espalda, con una delicadeza que me encendía desde adentro. Yo me aferré a su cuello, mis dedos hundidos en su pelo aún húmedo.
—Sofi... —susurró, contra mi boca—. Dime que esto está bien.
—Está más que bien.
En un segundo, me alzó con facilidad. Mis piernas se enroscaron a su cintura por instinto. Mi espalda chocó con la pared con un suave golpe, y su boca volvió a la mía, más intensa, más desesperada.
El beso subía de nivel, sus manos exploraban mi cintura, mi piel ardía bajo cada caricia. Su cuerpo contra el mío. El ritmo. La tensión. El aire.
¡DING DONG!
El timbre nos sacudió como una bofetada del universo.
Ambos jadeamos, con las frentes pegadas, riéndonos, frustrados, encendidos.
—Debe ser la comida —dije, aún sin soltarme.
—Dios bendiga la lumpia... y la destruya al mismo tiempo —murmuró Naim, cerrando los ojos, riéndose.
Me bajó con cuidado. Nos miramos. Ambos rojos. Ambos temblando.
Bajé a toda velocidad, aún con las mejillas ardiendo y el corazón como maraca. Me arreglé el cabello a toda prisa, traté de parecer casual, y abrí la puerta.
El repartidor tenía cara de haber visto algo más que arroz chino en su vida.
—Hola —dijo con una sonrisita cómplice mientras me pasaba la bolsa—. Tú eres la del video, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Nada, nada. Que disfrutes la comida. Y, por cierto... —bajó la voz, mirándome como si compartiéramos un secreto—, eres incluso más guapa en persona.
Y justo en ese momento, escuché un carraspeo seco detrás de mí.
—Disculpa —dijo Naim, con voz tranquila pero ojos de advertencia, parado en lo alto de las escaleras, sin camisa, brazos cruzados.
El repartidor lo miró, tragó saliva y sonrió nervioso.
—Tranquilo, se nota que es guapísima... y bien acompañada. Buenas noches.
Cerré la puerta mordiéndome los labios para no soltar la risa.
—¿Estás marcando territorio? —le pregunté mientras subía con la comida.
—¿Yo? Nah... solo estaba cuidando a la chica con la mejor risa que he escuchado en semanas.
Me fulminó con esa sonrisa suya que ya sabía usar como un arma.
Subimos, pusimos una película vieja que no veíamos ni la mitad del tiempo, y comimos en la cama entre risas, papas fritas escondidas y lumpias que desaparecieron en segundos.
Yo me acomodé entre almohadas mientras él se recostaba a mi lado. Se veía muy cómodo. Descalzo, despeinado, y peligrosamente irresistible.
Y justo cuando empezaba a olvidarme del mundo...
Rrrring. Rrrring. Rrrring.
Mi celular vibró. Videollamada de Magalis.
—Ay, no —susurré—. Es Magi. Y si contesto... te va a ver. Y si te ve así... bueno, capaz muere.
—¿Qué tanto puede pasar? —preguntó él, divertido.
Respondí la llamada con la cámara enfocada solo a mi cara.
—¡Sofiiiiiii! —gritó Magalis del otro lado—. ¡¿POR QUÉ TIENES LA CÁMARA TAN PEGADA?! ¡Te cuento hasta las pestañas!
—Magi... este..... tengo que presentarte a alguien, pero... prométeme que no vas a gritar.
—¿¡QUÉEEEEEEEEE...!?
—¡Magi, por favor!
—Ok, ok... no grito. Dale, suéltalo.
Giré la cámara lentamente. Naim levantó la mano y saludó con una sonrisa tímida.
Magalis se quedó muda un segundo. Y luego...
—¡ERES MÁS GUAPO QUE EN LA FOTO!
—¿Perdón? —preguntó Naim, riéndose, sorprendido.
—¡Sofía, amiga, por esto era que te llamaba! ¡Una tipa en TikTok subió una foto de él! ¡Decía "Este es el verdadero reemplazo de Catriel" y yo... yo necesitaba saber si era verdad!
—¿Y...? —pregunté, ya temiendo la respuesta.
—¡ES VERDAD! ¡Pero qué clase de novela estás viviendo tú, Sofía! ¡Tus gustos me gustan! ¿No tiene hermano?