¿vas a volver?

Capitulo 23: Cenas, Cruces y Cosas que Empiezan

La casa de Naim era de esas que huelen a hogar. A pan recién hecho, a café fuerte, a historia. Un porche con plantas colgantes, una lámpara vieja balanceándose con la brisa y una cortina que se movía como saludando.

La abuela abrió la puerta antes de que pudiéramos tocar.

—¡Sofía, querida! —me abrazó con tanto cariño que me hizo sonreír sin pensar—. ¡Y tú debes ser Magalis! Ay, sí, Naim me habló de ti también. ¡Pasen, pasen, niñas!

El interior estaba cálido. Las luces suaves, una mesa ya servida con platos de cerámica y un mantel con flores bordadas. La cocina aún echaba vapor y el aroma a comida casera lo llenaba todo.

Naim apareció desde el pasillo con una camiseta gris clara y jeans oscuros. El moretón de su mejilla ya estaba menos marcado, pero aún visible.

—Hola —dijo, medio tímido, aunque sus ojos se iluminaron al verme.

—Hola —susurré.

Nos abrazamos, breve pero intenso. Y por un segundo, el mundo desapareció.

—¿Ya llegó Lucas? —preguntó la abuela mientras nos conducía a la mesa.

—Sí, está en el patio. Está hablando por teléfono —respondió Naim.

Nos sentamos. Magalis se acomodó a mi lado. Y en ese instante, Lucas entró.

Y fue como si alguien apretara un botón invisible en Magalis.

—¡Uff! —murmuró cerca de mi oído—. ¿Ese es Lucas? ¡Sofía, Sofía, no me mires así! ¡Dios mío!

Lucas, con una sonrisa despreocupada, saludó con un gesto.

—Hola, chicas. Encantado. Tú debes ser Magalis, ¿verdad?

—Eh... sí... o sea, claro. Magalis. Yo. Es mi nombre. El único. Y... ajá.

Le di un codazo suave mientras reía por dentro.

La abuela sirvió arroz con pollo, arepitas dulces y ensalada de aguacate. Todo sabía a cielo.

La cena fue un torbellino de cosas lindas. Naim me pasaba la sal antes de que yo la pidiera. Magalis fingía que no se derretía cada vez que Lucas hablaba. Lucas le ofrecía servilleta con una sonrisa que no era tan inocente como parecía. La abuela contaba anécdotas de Naim cuando era niño y él ponía los ojos en blanco pero reía.

—Una vez se encerró en el baño solo porque una vecina le dijo que era "su futuro esposo". Tenía ocho años y lloró como si le hubieran propuesto cadena perpetua —contó la abuela, entre risas.

—¡Abuela, por favor! —Naim se cubrió la cara.

—¿Y tú, Sofía? ¿Ya pensaste cómo vas a domar a este fiera? —preguntó ella de pronto, con picardía.

Yo me sonrojé tanto que pensé que iba a derretirme en la silla.

—Estoy trabajando en eso... —respondí, y Naim me miró con ojos suaves, como si en serio yo tuviera poderes sobre él.

Luego llegó el postre: torta de tres leches y café. Magalis ya se reía con Lucas como si se conocieran de años.

—Entonces, ¿tú también dibujas? —preguntó él, con una expresión genuina.

—Dibujo, escribo, canto... y hago dramas cuando no hay suficiente chocolate —respondió ella.

—Perfecto —dijo Lucas—. Porque yo pinto, compongo, y sufro si se me acaba el queso. Creo que estamos destinados.

—¿¡Qué!? —Magalis se atragantó de la risa—. ¿En serio?

—Ya los voy a casar también —dijo la abuela—. Que se note que la cosa se hereda.

Naim me apretó la mano debajo de la mesa. Yo le devolví la mirada. Fue un gesto tan simple y tan lleno de significado que casi se me salta el corazón.

Pero entonces... sentí algo raro. Como si alguien observara demasiado. La risa siguió, pero una ligera sombra cruzó el rostro de Naim. Por un segundo, se tensó.

—¿Estás bien? —le susurré.

—Sí, sí —me dijo rápido—. Solo... no quiero que esto se acabe.

—No se va a acabar —le prometí—. Te lo juro.

Y por dentro, me juré también que si algo intentaba arrebatarnos esa paz, no lo dejaría.

La cena siguió. Hubo risas, historias, miradas furtivas entre Magalis y Lucas, y silencios bonitos entre Naim y yo. Pero había algo más. Algo que no podía nombrar aún.

El cielo estaba completamente estrellado. Desde el patio trasero, con la brisa acariciando las hojas de los árboles y el murmullo leve de las risas de Lucas y Magalis a unos metros, el mundo parecía haberse detenido.

Naim y yo nos mecíamos despacio en un viejo columpio doble, de esos que crujen con cada movimiento, pero que son tan reconfortantes como un abrazo.

Tenía la cabeza apoyada en su hombro. Sus dedos se entrelazaban con los míos, y de vez en cuando, soltaba un leve suspiro como si cada balanceo le quitara una preocupación de encima.

—¿Ves eso? —susurró señalando hacia la izquierda—. Lucas está en su modo romántico versión compositor.

Reí bajito. Lucas y Magalis estaban sentados sobre el césped. Él tocaba algo en su guitarra mientras le enseñaba una libreta llena de garabatos, acordes y frases. Magalis lo miraba como si estuviera viendo una película.

—Ella está perdida —dije.

—Él también.

Nos quedamos en silencio un rato. Solo se oía el sonido suave del viento, el rasgueo lejano de la guitarra y el crujido leve del columpio.

Entonces, la abuela de Naim apareció en la puerta del patio con una bandeja.

—Galletas recién horneadas y chocolate caliente para los enamorados —canturreó.

Nos miró con ternura, dejó la bandeja sobre una mesita cercana y se despidió con un guiño antes de entrar de nuevo a la casa.

—Tu abuela es... —empecé.

—Una guerrera —completó él—. Lo es todo para mí.

Volví a apoyar la cabeza en su hombro. Esta vez, más fuerte. Como si de alguna manera mi pecho ya supiera que estaba a punto de escuchar algo importante.

—Mi mamá te hubiera amado —dijo de repente, con la voz baja pero clara.

Lo miré, directo a los ojos.

—Mis padres murieron en un accidente —siguió—. Iban a una cena. Yo estaba enfermo ese día. Tenía cuatro años. Mi hermano, seis. Me dejaron con mi abuela. Fue un autobús. Fallaron los frenos. Nadie sobrevivió.

No supe qué decir. Solo me pegué más a su pecho. Sentí cómo su respiración se detenía por un momento y luego volvía a fluir.



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En el texto hay: romance, romance y desamor, amor dolor

Editado: 15.07.2025

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