¿vas a volver?

Capitulo 31: Solo Nosotros.

Desayunar en mi casa es un deporte extremo: papá lee titulares en voz alta como si la mesa fuera un noticiero y mamá hace preguntas‑trampa ("¿hoy TIENES algo que contarme?").

Aun así, aquella mañana todo se sintió extrañamente ligero. Terminaba de untar mantequilla en la arepa cuando mi celular vibró.

Naim 💬
"Sigue en pie el secuestro. 3 p. m. Ponte cómoda. Traigo mi manta fea."

Se me escapó una sonrisa tan grande que hasta papá la notó.

—¿Buenas noticias? —gruñó detrás del periódico.
—Solo... planes de helado —respondí, fingiendo naturalidad.

Mamá levantó la ceja‑radar.

—Helado con nombre propio, supongo.
—Sí. Con Naim. ¿Puedo salir esta tarde? Prometo volver antes de las diez.

Papá bajó el periódico. Nos miramos un segundo largo.

—Nueve y media —dictaminó al fin—. Y ubicación compartida.
—Hecho —dije sin respirar.

Subí a mi habitación flotando. Justo al cerrar la puerta, otro bip:

Número desconocido
"Sigue sonriendo, Sofía. Los finales felices no existen."

Me invadió un escalofrío... y lo borré. No iba a dejar que me robara el día.

El teléfono volvió a sonar, esta vez con videollamada.

—¡SOOOFI! —chilló Magalis—. Lucas dice que hoy "me muestra algo grande". ¿Y si es un ukelele? ¿Y si es un tatuaje con mi nombre? ¿Y si es un perrito?
—Relájate, drama queen. Seguro es un gesto lindo, no un perrito.
—¡Quiero un perrito!
—Primero tu ukelele imaginario —me reí.

Mientras hablábamos me metí en la ducha, crucé la cámara sin pudor ("no, no estoy desnuda, estoy borrosa") y terminé de escoger ropa: shorts vaqueros, blusa blanca suelta, sandalias de río. Libre, ligera, mía.
A las tres en punto Naim llegó con Jeep y la infaltable manta multicolor asomada por detrás. Papá lo saludó con un gruñido‑cordial ("Te quiero vivo a las nueve y media"), mamá con un pulgar arriba ("¡Diviértanse!").

En cuanto doblamos la esquina, Naim me guiñó:

—Se ruega apagar teléfonos. El secuestrador no ofrece wifi.
—Acepto las condiciones —dije, y apagamos ambos dispositivos.

Condujimos casi una hora; la carretera se volvió camino de tierra y el camino de tierra terminó en un claro rodeado de árboles altos. El sonido de agua corría más adelante. Bajamos con la cesta de picnic y la famosa manta.

Al cruzar el último matorral apareció la cascada: una cortina cristalina cayendo en una poza azul verdosa. Arena fina a la orilla, pájaros arriba, nadie más alrededor.

—Bienvenida a nuestro escondite —susurró Naim.

Extendió la manta, sacó empanaditas, fresas, un termo con chocolate y dos cucharas para el helado que traía en una hielera pequeña (sí, helado). Nos sentamos descalzos, rodillas rozándose, y comimos entre risas:

—¿Sabes nadar? —preguntó él.
—Lo justo para no morir dramáticamente.
—Perfecto, yo te rescato.

Nos metimos en el agua fría hasta la cintura: gritos, salpicones, guerra de cosquillas. Cada tanto nos quedábamos quietos, frente a frente, la cascada de fondo, el mundo en pausa. Naim me rodeaba la cintura bajo el agua como si aún temiera que desapareciera.

—Te veo y olvido que existe Catriel, TikTok y cualquier maldito mensaje anónimo —dijo él, apoyando su frente en la mía.
—Aquí no hay señal —sonreí—. Solo esto.

Nos besamos, lento, sin prisa. Besarlo allí se sintió como borrar ruido del aire.

Cuando volvimos a la manta, temblando, nos envolvimos en la tela fea‑mágica, compartimos el termo de chocolate y nos tumbamos sin hablar, mirando las nubes moverse.

—Sofi... —murmuró, jugando con mis dedos—. Si las cosas se complican, si Catriel vuelve a...
—Shhh —lo interrumpí—. No hoy. Hoy no existe él. Hoy solo nosotros.

Naim asintió y me besó la punta de la nariz.

Nos quedamos dormidos un rato, uno contra el otro, el rumor del agua como canción de cuna.

Ya de regreso, con los teléfonos aún apagados, encendimos la radio del Jeep. Una balada en inglés llenó el atardecer. Naim me miró de reojo:

—Gracias por dejarte secuestrar.
—Gracias por devolverme ilesa.

—¿Segura? —bajó la voz—. Debería comprobar si tu corazón late normal.

Apretó con suavidad la zona sobre mi pecho. Mi corazón, traidor, saltó.

—Diagnóstico: taquicardia crónica por culpa de un secuestrador.
—Sin cura conocida —aseguró, guiñando.

Reímos. Volvimos a la ciudad justo cuando el cielo se encendía de naranja. Encendí el móvil: doscientas notificaciones. Lo puse en silencio.

Nueve y veinticinco. A tiempo.

Antes de dejarme en casa, Naim me sujetó la barbilla:

—Tú y yo. Pase lo que pase.
—Hasta el final —susurré, besándolo una última vez.



#3188 en Novela romántica
#1143 en Otros
#378 en Humor

En el texto hay: romance, romance y desamor, amor dolor

Editado: 15.07.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.