A las cinco en punto, estábamos en el parque.
Lucas la estaba esperando, con una camisa azul abotonada hasta el cuello, el cabello despeinado a propósito y una sonrisa que gritaba "ensayé esto frente al espejo".
Magalis iba tan nerviosa que se puso perfume hasta en los tobillos.
—¡No me dejes sola! —me susurró mientras caminábamos.
—Te voy a soltar dos minutos. Lo juro. Si se te cae la dignidad, yo la agarro al vuelo —reí, pero también la entendía.
Lucas se acercó y le dio una pequeña cajita. Ella lo miró con ojos grandes, abrió la tapa, y soltó una carcajada: adentro había un pin con forma de empanada y una tarjeta que decía:
"Para que sepas que siempre voy a compartir mi comida contigo. Y eso es amor real."
—Ay no... ya ganaste —dijo Magalis, abrazándolo como si el mundo se estuviera por acabar.
Yo me alejé un poco, dándoles espacio. Me senté en una banca cercana y ahí fue cuando lo sentí: la presión en el pecho. El cosquilleo en las manos.
Saqué el celular. El mensaje seguía allí.
"¿Te divertiste, princesa? El tiempo se acaba."
Marqué.
—¿Sofi? —dijo Naim al segundo tono, con su voz tranquila que siempre me bajaba el ritmo al corazón.
—Necesito que vengas. Estoy en el parque con Magalis y Lucas. No quiero estar sola...
—Voy en cinco.
Magalis vino a mi lado al rato. Ella y Lucas estaban adorables, dulces, viviendo su mini historia.
—¿Estás bien? —preguntó ella, viendo mi cara.
—Sí. Solo un poco... ¿paranoica? No sé.
—Si necesitas irte, lo entiendo —me dijo, tocándome la rodilla con cariño—. Pero si te quedas, Lucas y yo te compramos un algodón de azúcar.
Sonreí.
—Me quedo un ratito. Ya viene Naim.
Y justo entonces, lo vi.
A lo lejos, con su chaqueta abierta y el cabello revuelto por el viento, Naim caminaba hacia mí.
Me paré. Lo abracé apenas lo tuve cerca.
Él no preguntó. Solo me sostuvo fuerte.
—¿Qué pasó? —dijo después, suave.
Le mostré el celular. La pantalla. El mensaje.
Su expresión cambió. No gritó. No tembló. Pero su mandíbula se endureció como piedra.
—¿Lo bloqueaste? —preguntó.
—No aún... quería que tú lo vieras primero.
Tomó el teléfono. Leyó otra vez. Guardó silencio.
—Él no va a parar. Está subiendo. Está escalando. Y si no hacemos algo, alguien va a salir lastimado.
—¿Yo? —pregunté, temblando un poco.
—Tú no. Mientras yo respire, tú no.
Magalis, a unos pasos, nos miraba preocupada. Lucas también. Se acercaron con paso tímido.
—¿Todo bien? —preguntó Lucas.
Naim asintió, pero sin dejar de abrazarme.
—Sí. Pero creo que vamos a cortar el día aquí.
Magalis me abrazó.
—Si necesitas que me quede esta noche, me escapo. Digo que tengo cólicos. Mi mamá no discute con los cólicos.
—Te escribo más tarde —le prometí.
Y así, mientras el sol bajaba entre los árboles y el parque se llenaba de risas ajenas, nosotros nos fuimos.
Naim me llevó de la mano. Fuimos a su casa. A su cuarto. Cerramos la puerta.
Y nos sentamos en el suelo, espalda con espalda.
Sin besos. Sin risas.
Solo realidad.