El portón se cerró con el chirrido habitual mientras yo subía los escalones de casa. El uniforme me apretaba, el sol me cocinaba y todo lo que quería era meterme a bañar y dormir media vida.
—¡Buenas! —grité al entrar, pero la casa estaba en silencio.
Fue entonces cuando lo vi.
Justo al lado de la puerta principal, sobre el pequeño banquito de madera donde mamá a veces dejaba las compras... había una caja.
Negra. Sin etiquetas. Sin remitente.
Un cartero bajaba las escaleras del edificio en ese momento, y me acerqué rápido.
—Disculpe... ¿esa caja la dejó usted?
Él asintió sin mucha emoción.
—Me dijeron que la dejara para Sofía Rivas. La dejaron en la central esta mañana, pagada. No tiene remitente.
—Gracias... —dije, con un nudo en el estómago.
La caja pesaba poco. Subí con ella y la dejé sobre la mesa de la cocina. La abrí con cuidado.
Y lo que había adentro me dejó helada.
Un osito de peluche.
Pequeño, gris, con una cinta roja en el cuello y una nota pegada en la barriguita. Pero la nota estaba en blanco.
Fruncí el ceño. Le tomé una foto y se la envié a Magalis con un mensaje:
"¿Naim me mandó esto? Está raro pero lindo 😅"
No pasaron ni tres minutos cuando sonó mi celular.
Era Naim.
—¿Ya llegaste a casa? —preguntó con su voz tranquila, esa que siempre me bajaba las revoluciones.
—Sí, hace un ratito. Y... oye, ¿me mandaste un regalo? Me llegó una caja negra con un osito. Fuiste tú...
Hubo silencio al otro lado.
—¿Un osito? ¿Qué caja? Sofía, yo no mandé nada.
—¿No...? —sentí un escalofrío recorrerme la espalda—. ¿Seguro?
—Segurísimo. ¿Estás sola?
—Sí, pero ya me estoy empezando a asustar.
—Voy para allá.
—¡No! Espera, dijiste que hoy no podías...
—No voy a quedarme tranquilo sabiendo que estás asustada. Mándame una foto de la caja. Voy de inmediato.
Dejé el celular en la mesa, pero la caja seguía ahí. Abierta. Silenciosa. Como si esperara algo de mí.
Me acerqué al osito. Era suave, mullido. Tenía ojos grandes, de esos negros que parecen que te miran de vuelta si los miras mucho.
Le quité con cuidado la cinta roja del cuello. Revisé por dentro.
Nada.
Le di la vuelta. Le toqué la barriga, los pies, el lomo.
Nada escondido. Nada cosido. Ningún mensaje.
Solo el peluche.
Pero había algo... algo en él que no me dejaba soltarlo. Tal vez era esa sensación rara de que no era un regalo, sino una advertencia disfrazada de tierno.
El celular volvió a sonar.
—¡¿QUÉ ES ESOOO?! —chilló Magalis sin siquiera saludar—. ¡¿Por qué tienes un osito adorable en una caja de película de terror?! ¿Es de Naim, cierto? ¿CIERTO?
Me mordí el labio.
—No fue él, Mag. Acabo de hablar con él. No tiene idea de qué hablo.
Silencio.
—¿Y entonces? ¿Quién manda osos mudos en cajas negras como si fuera una película de Netflix versión maldita?
—No lo sé —susurré.
—¿Y no tiene nada? ¿Una nota? ¿Algo?
—Tenía una nota pegada al pecho. Pero estaba en blanco.
—¿En blanco como vacío o en blanco como... tinta invisible, Sofía?
—Vacío. Como si no hiciera falta escribir nada.
Magalis guardó silencio un segundo, y luego:
—Voy para allá.
—No, Mag. No es para tanto. Naim ya viene.
—¿Seguro?
—Sí. Solo... quédate cerca del teléfono.
—Siempre. Y si llega otro oso, me lo quedo yo. Lo meto en agua bendita y lo adopto.
Me reí. Un poco.
Colgué y me acerqué a la caja otra vez. No sabía por qué, pero algo dentro de mí decía que esto apenas empezaba.
El timbre me sacó del trance.
Corrí a abrir. Naim estaba allí, sin aliento, como si hubiera cruzado media ciudad en tres pasos.
—¿Dónde está la caja?
—En la mesa.
Entró. Ni me saludó. Fue directo a ella, la abrió, sacó el osito y lo miró como si esperara que explotara.
—¿Y dijiste que traía una nota?
Asentí. Le mostré el pedacito de papel.
—¿Blanca?
—Sí.
Él no dijo nada. Se pasó la mano por el cabello, caminó un poco por la cocina. Luego se acercó y me abrazó, sin decir palabra.
—¿Qué crees que significa...? —murmuré contra su pecho.
—No lo sé —dijo él—. Pero no me gusta.
—¿Crees que fue... él?
Naim me abrazó más fuerte. Apoyó la frente en la mía.
—No me gusta esto, Sofía. Nada de esto.