—Si comes más rápido vas a perder la lengua —dijo Magalis, mientras se pasaba servilleta tras servilleta por la mano manchada de chocolate.
—Necesito azúcar. Me estoy derritiendo por dentro —respondí, aunque la risa me salía a medias.
Estábamos en su cuarto, sentadas en el piso, rodeadas de cojines y envoltorios de dulces. El ventilador giraba lento, y la tarde entraba por la ventana con pereza.
—¿Te pasa algo? —preguntó de pronto—. Desde lo del primer osito... estás más callada.
—No es solo eso, Mag. Anoche soñé que abría una caja y adentro había... —me tragué las palabras.
—¿Qué? —sus ojos se clavaron en los míos.
—Nada. Olvídalo. Fue solo una pesadilla.
Mentira.
Había soñado que abría una caja negra y, en lugar de un osito, estaba mi celular. Roto. Cubierto de sangre.
Magalis no insistió.
De repente, el celular de ella vibró. Lo agarró y miró la pantalla, frunciendo el ceño.
—Es Lucas —dijo, como quien no quiere hablar más del tema.
Atendió y se levantó, caminando hacia la cocina. Desde donde yo estaba, pude escuchar fragmentos de la conversación, palabras sueltas que cayeron como vidrios en el suelo:
—¿Dónde estás?
—No, Lucas...
—Pero... ¿cómo?
—¿Y Naim?
Mi cuerpo se tensó. Me acerqué a la puerta, sin hacer ruido.
—¿Están bien...? —la voz de Magalis se quebró—. ¿Cómo pasó eso?
Silencio.
Luego, con voz baja:
—Está aquí. No le he dicho nada, no quiero que se asuste más.
Después:
—Sí. Ok. Te llamo después.
Volvió con una sonrisa que no le pertenecía.
—¿Todo bien? —pregunté, fingiendo no haber escuchado.
—Sí... solo que se les hizo tarde. Lucas y Naim vienen más tarde de lo planeado.
—¿Y por qué?
—Nada importante. Tráfico, ya sabes cómo es esta ciudad a esta hora.
Mentira.
Lo supe en cuanto la vi sentarse, con los hombros rígidos y el celular entre las manos como si quemara.
—¿Seguro que todo está bien?
—Segurísimo —mintió otra vez.
Me quedé en silencio, observándola. Magalis nunca sabía mentir bien; se le notaba en las manos, siempre apretándolas cuando ocultaba algo.
—¿Sabes qué? —dijo, cambiando el tono con torpeza—. ¿Y si hacemos pijamada? Como en primaria: sábanas en el piso, palomitas, peli mala y cero redes sociales.
—¿Una pijamada? —repetí, alzando una ceja.
—Sí. Mira, mi mamá acaba de escribir —me mostró el mensaje en la pantalla:
"Hija, surgió un viaje urgente. Me voy esta noche. No trasnoches, porfa. Te quiero."
—¿Ves? ¡Casa sola! Oportunidad única para hablar mal de todo el mundo sin culpa —sonrió, tratando de olvidar la llamada con Lucas.
Fingí creerle. Fingí no notar la grieta en sus palabras.
—¿Y qué peli tienes en mente?
—Una de esas donde chicas hacen pactos raros con demonios en el bosque y terminan bailando bajo la luna. Mis favoritas.
Reí.
—Me parece justo.
Mientras Magalis preparaba todo en la sala —colchones, almohadas, luces suaves y un tazón enorme de palomitas— aproveché para ir al baño.
Me miré al espejo. Mis ojos estaban más hundidos, con ojeras marcadas.
La sala estaba cálida, llena de cojines y luces tenues. El aroma a palomitas recién hechas flotaba en el aire. La película había empezado, pero nadie parecía concentrado en la pantalla.
—¡Timbre! —anunció Magalis, saltando emocionada.
Abrí la puerta y ahí estaban Lucas y Naim, con una caja de pizza y un par de refrescos.
Magalis corrió hacia Lucas y lo abrazó con fuerza. Él la sostuvo con cuidado y, acercándose a su oído, le susurró algo que hizo que ella sonriera con ese brillo cómplice que solo ellos compartían. Luego, ella le robó un beso rápido, primero en la nariz y después en los labios.
Me acerqué a Naim y lo abracé. Su pecho estaba cálido contra mi mejilla.
—¿Estás bien? —le susurré.
—Contigo, siempre —respondió, apretándome un poco más.
Nos acomodamos para comer mientras la película seguía sin que nadie la mirara mucho.
Magalis se levantó para buscar vasos, y Lucas la siguió en silencio.
Cuando pasé por la cocina para ir al baño, escuché la voz baja de Lucas:
—...los frenos fallaron en la autopista. Fue un milagro que Naim reaccionara rápido...
Magalis respondió, con preocupación:
—No puedo creerlo... Podría haber sido un desastre.
Sentí el pecho apretado, las palabras retumbando en mi cabeza.
Volví a la sala.
Naim se levantó al instante y me abrazó con fuerza.
—No fue nada —susurró cerca de mi oído—. ¿Pensabas ocultármelo?
—No quiero que te preocupes más. Ya es suficiente con las cajas.
Me separé un poco y lo miré a los ojos.
—No, no puedes hacer eso. No puedes decidir por mí. Tengo derecho a saber, igual que tú puedes preocuparte por mí.
—Sofía... —empezó, pero lo interrumpí.
—No. No quiero mentiras.
Se acercó despacio, con el rostro lleno de sinceridad.
—Lo siento. No quise mentirte ni que pensaras que no confío en ti. Solo... no quería que te preocuparas más.
Sus labios rozaron mi frente.
—Lo siento.
Después, mi nariz.
—Lo siento.
Luego, mi mejilla.
—Lo siento.
Hasta que sus labios encontraron finalmente los míos.
El beso fue lento, profundo, con sus manos que me tomaron de la cintura mientras las mías subían a su cuello.
Me puse de puntillas cuando el beso se intensificó.
Él me levantó con suavidad, sin despegar sus labios de los míos, mientras yo rodeaba su cintura con las piernas.
Quedé sentada sobre él, en el sofá, sin dejar de besarlo. El mundo se reducía a ese instante, a su piel contra la mía, a su respiración mezclándose con la mía.
Sus manos exploraban mi espalda, mientras las mías se enredaban en su cabello, tirando suavemente.
El tiempo parecía detenerse, pero entonces un ruido rompió la burbuja.