El ambiente en casa seguía enrarecido. Nadie hablaba. El aire era tan espeso que dolía respirar.
Magalis y yo estábamos sentadas en el sofá, cada una aferrada a una manta, aunque no hacía frío. Yo no dejaba de mirar la caja abierta sobre la mesa. El peluche ensangrentado. Mi foto. Una amenaza silenciosa que parecía gritarnos desde el cartón.
Entonces, el teléfono de Magalis sonó.
Ella lo tomó con desgano, mirando la pantalla con extrañeza.
—¿Aló?... Sí, soy yo...
Se hizo un silencio que duró apenas unos segundos. Pero fue suficiente para que algo dentro de mí se tensara.
Vi cómo su otra mano subía hasta su boca. Y luego, sin previo aviso, un sollozo le rasgó el pecho.
—No... no, no puede ser —murmuró con la voz quebrada—. ¡No…!
Me puse de pie de inmediato, sintiendo un nudo formarse en mi garganta.
—¿Magalis? ¿Qué pasa? —pregunté, mi voz apenas un susurro.
Pero ella no respondió. Comenzó a llorar más fuerte. El celular resbaló de sus dedos y quedó colgando por el altavoz, del que solo se oía el eco del llanto.
—Magalis, hija, ¿qué ocurre? —preguntó mi mamá, corriendo hacia ella.
Magalis logró hablar, la voz hecha trizas:
—Lu… Luc… Lucas sufrió un accidente…
Mi cuerpo se paralizó.
Todo el ruido desapareció de golpe, como si alguien hubiera apagado el mundo.
—¿Qué...? —logré murmurar antes de lanzarme a por mi celular—. ¡No, no, no…!
Busqué el número de Naim. Marqué. Esperé.
Nada.
Volví a marcar.
Nada.
—¡¿Qué te dijeron, Magalis?! —le grité sin poder contenerme—. ¡¿Qué dijeron?!
Ella apenas lograba hablar entre lágrimas.
—Su papá me dijo que… que Lucas lo apuñalaron… está en el hospital…
Un frío me recorrió la espalda. Di un paso hacia la puerta.
—¡Vamos! —dije sin pensarlo.
—Sofía, espera —intentó detenerme mi papá.
—¡Papá, por favor! ¡Vamos! ¡Necesito ir!
Mi mamá ya había tomado las llaves.
—Yo manejo. Vamos ya.
Agarré la mano de Magalis, que apenas podía caminar del temblor. Su llanto era incontenible, su cuerpo frágil. Me senté con ella en el asiento trasero y la abracé con toda la fuerza que tenía, mientras seguía llamando a Naim una y otra vez.
Cada tono sin respuesta me partía un poco más por dentro.
Cuando llegamos al hospital, el olor a desinfectante y la frialdad de los pasillos nos golpearon de frente. No sabía si era el miedo o la realidad lo que me apretaba el pecho.
En urgencias, de pie como una sombra, estaba el padre de Lucas. Solo. Con el rostro gris.
—¡Señor Valdez! —gritó Magalis, corriendo hacia él.
Él la abrazó de inmediato. Fuerte. Como si en ese abrazo intentara protegerla del mismo dolor que lo atravesaba. Magalis lloraba sin freno contra su pecho, como si su alma se quebrara en mil pedazos.
Mis padres se acercaron con respeto, le estrecharon la mano. Yo apenas podía respirar.
—¿Qué pasó? —preguntó mi madre.
—Salió a buscar un paquete —dijo él, la voz cansada, la mirada perdida—. Dijeron que era para él. Pero cuando bajó, alguien lo estaba esperando. Lo apuñalaron en el abdomen. Dos veces. Si no lo hubieran encontrado a tiempo…
—¿Está vivo? —pregunté con el corazón en la garganta.
—Sí. En cirugía. Perdió mucha sangre, solo... hay que esperar.
Magalis se aferró aún más a él. Yo di un paso atrás, alejándome. Busqué a Naim con la mirada, como si de pronto pudiera aparecer y decirme que todo esto era solo un mal sueño.
Llamé otra vez. Nada.
Mis dedos temblaban tanto que apenas podía sostener el celular. Y justo cuando el desespero me ahogaba, lo vi.
Cruzando las puertas de urgencias.
—¡Naim! —grité, y eché a correr.
No pensé. Solo corrí.
Cuando lo alcancé, me lancé a sus brazos, rodeando su cintura con mis piernas, su cuello con mis brazos, como si pudiera fundirme con él y desaparecer del mundo por un segundo.
Lloré. Lloré como nunca. Y él me sostuvo. Fuerte. Como si también me necesitara entera para no quebrarse.
—Estás bien… —susurré, con la voz deshecha—. Estás bien…
—Estoy aquí, mi amor. Estoy contigo —murmuró, besando mi cabello, una y otra vez.
Cuando pude soltarlo, vi su rostro.
El golpe en la mejilla. El labio partido. Un hilo seco de sangre.
—¿Qué te pasó? —le toqué con cuidado.
—Un susto —respondió, abrazándome de nuevo—. Un tipo apareció en la puerta. Traía una caja. Dijo que era para mí. Y cuando me acerqué…
—¿Y...? —susurré.
—Intentó apuñalarme.
El aire se fue de mis pulmones.
—¡Dios! ¿Te hizo daño?
—No. Logré esquivarlo, pero… no estoy bien, Sofía. Esto no está bien.
Lo abracé fuerte. Apoyó su frente contra la mía.
—Voy a encontrar al que está haciendo esto —murmuró—. No voy a permitir que te toquen. Ni a ti. Ni a nadie que ame.
—Y no lo vas a hacer solo —le aseguré—. Yo estoy contigo.
Entonces, la puerta se abrió. Un médico de rostro serio se acercó.
—¿Familiares de Lucas Valdez?
—Yo —dijo su padre.
El doctor se detuvo, miró a todos con cautela.
—Está estable. Perdió mucha sangre, pero salió bien de la cirugía. Está sedado, pero pueden verlo en unos minutos. Está vivo… y eso ya es mucho.
Sentí que todo el aire volvía de golpe. Magalis rompió en llanto otra vez, justo cuando su madre llegó corriendo por el pasillo. La abrazó como si fuera su niña pequeña, como si pudiera protegerla de todo con ese solo gesto.
Mientras tanto, la policía apareció. Dos agentes comenzaron a tomar declaraciones. Naim fue llevado a un lado. Lo escuché responder con voz firme.
—El tipo traía una caja. Apenas me acerqué, sacó una navaja. Me alcanzó a rozar la cara. Luego escapó.
—¿Lo reconoció?
—No, pero estoy seguro que fue él. Catriel.
Magalis seguía abrazada a su madre, temblando. Fue entonces cuando la escuché:
—Creo que es mejor que nos mudemos —dijo su mamá, sin rodeos.