Magalis estaba en medio de los dos, acurrucada entre Naim y yo, mientras él nos abrazaba a ambas con un solo brazo, como si intentara sostenernos a las dos al mismo tiempo. Mis manos entrelazadas con la de Magalis.
Del otro lado, mis padres conversaban con la mamá de Magalis. No entendía todo lo que decían, pero papá murmuraba cosas rápidas, como si estuviera trazando un plan. Mamá no lo soltaba. Le sujetaba el brazo con fuerza y, con la otra mano, apretaba los dedos de la mami de magalis como si intentaran compartirse algo de calma.
Yo solo podía pensar en Lucas. En lo cerca que estuvo de... no. No quería imaginarlo.
El doctor volvio a salir finalmente. Todos nos levantamos al instante, como si un resorte invisible nos empujara.
—Despertó —dijo—. Está débil, pero estable. Va a necesitar descanso. Podrán verlo en unas horas.
El aire volvió a entrar en mis pulmones.
—Gracias a Dios —susurró mi mamá, con los ojos vidriosos.
El papá de Lucas no habló, pero la expresión en su rostro lo decía todo. La mamá de Magalis soltó un suspiro y asintió.
Papá fue quien rompió el momento:
—Es mejor que nos vayamos por ahora. Que Lucas descanse. Mañana podemos volver a verlo con más calma.
Naim se levantó, y me quedé abrazando a Magalis unos segundos más.
—Te veo más tarde, ¿sí? —le susurré—. Cualquier cosa, llámame. Voy a estar pegada al celular.
Me puse de pie para despedirme también del papá de Lucas. El cansancio se notaba en sus ojos, pero me sonrió con amabilidad.
Mi mamá se volvió hacia Naim.
—¿Quieres que te llevemos, cariño?
—Gracias, señora, pero traje el auto. Estoy bien.
Yo no lo estaba.
No quería soltarlo. Ni un segundo.
Nos despedimos de la mamá de Magalis con un abrazo largo. Ella agradeció a mis padres y nos encaminamos a la salida del hospital.
Afuera, el viento frío me golpeó la cara. Me trajo de regreso todo lo que habíamos intentado dejar atrás por un momento: la caja, Catriel, la sangre, el miedo.
Me aferré a Naim con fuerza, apoyando la cabeza en su pecho.
—Tengo miedo —susurré.
—Estás a salvo, amor. Todo estará bien —me dijo, besando mi cabello.
Me separé un poco solo para mirarlo a los ojos.
—¿Puedes escalar el balcón esta noche? —le pregunté en un susurro —. No sé si pueda dormir sin saber que estás bien.
Él sonrió, de esa manera suya que hace que todo, incluso lo más oscuro, parezca soportable.
—Estaré allí.
Apenas llegamos a casa, lo primero que hice fue abrazar a mis padres. Nos quedamos así, en silencio, como si el miedo aún caminara por la casa.
Nos sentamos en la sala, y hablamos. Sobre Catriel. Las amenazas. Las cajas. La policía. Todo.
—Mañana llevamos todo a la comisaría —dijo papá, con un tono que no dejaba espacio a dudas—. Esto se acabó. No vamos a permitir que sigan acosándote, Sofía.
Mi mamá no dijo nada. Fue a la cocina y volvió con una taza de té caliente. La dejó frente a mí y me acarició la mejilla.
—Descansa, mi niña —susurró. Su voz tenía ese temblor que da el miedo cuando se disfraza de calma.
Subí a mi cuarto sin decir nada. Cerré la puerta con llave y me dirigí al baño. Me duché rápido, como si el agua pudiera llevarse aunque fuera un poco de todo lo que había pasado ese día.
Me puse solo ropa interior y esa bata corta que apenas me cubría. Dejé la ventana entreabierta.
Diez minutos después, lo vi.
Entró por la ventana con esa agilidad que me hacía sentir que podía desafiar el mundo si se lo proponía. Cerró tras de sí, se quitó los zapatos, la camisa... y vino directo a mí.
Se acostó y me abrazó como si todo lo que necesitáramos en el mundo ya estuviera en esa cama.
Me acurruqué contra su pecho. Le di un beso suave, y toqué el golpe en su mejilla con delicadeza.
—¿Te duele?
—Un poco —admitió.
—Lo siento tanto, Naim —dije, con los ojos llenos de lágrimas—. Todo esto es por mi culpa. Por mi culpa estás metido en esto. Por mi culpa Magalis está sufriendo. Por mi culpa Lucas…
—Ey, Sofía. No —me cortó, tomándome el rostro con ambas manos—. Mírame.
Lo hice.
—Tú no tienes la culpa de nada. El único culpable es ese enfermo. Nunca pienses que esto es tu responsabilidad.
Sus palabras, su voz, sus ojos... todo en él me sostenía.
—Eres perfecta, Sofía. Mi chica del maíz. Conocerte fue lo mejor que me pasó. Te amo. Más de lo que imaginás.
Las lágrimas corrieron por mis mejillas sin que pudiera detenerlas.
—No quiero perderte, Naim…
—Y no lo harás. Estoy aquí. Y voy a estar contigo. Siempre.
Entonces me besó.
Fue un beso suave, lleno de ternura y de deseo. Me besaba como si besarme fuera algo sagrado. Como si yo fuera algo que debía cuidar con todo su ser.
Me aferré a él. Lo besé con más fuerza. Mi cuerpo buscó el suyo como si ya no supiera cómo estar lejos.
Sus caricias eran lentas. Sus labios se deslizaron por mi cuello, provocándome un escalofrío dulce que me hizo suspirar.
Se detuvo.
—Si quieres parar…
—No quiero —le susurré—. Te quiero. Todo tú. Aquí. Ahora.
Él me miró con los ojos llenos de algo que no puedo describir. Amor, sí. Pero también algo más. Algo como hogar.
Con delicadeza, me quitó la bata. No hubo prisa. Solo piel, suspiros y el silencio de dos cuerpos que aprendían a hablar un idioma propio.
Nos amamos con calma. Con entrega. Con certeza.
Sus manos me cuidaban, sus labios me buscaban, su cuerpo me hacía sentir segura. Por primera vez en mucho tiempo... sentí paz.
—Te amo, Sofía —susurró, acariciándome el rostro.
—Te amo, Naim.
Cuando todo terminó, me acurruqué contra él. Apoyé la cabeza en su pecho, escuchando su corazón... Vivo.
—¿Sabes qué? —le murmuré.
—¿Qué?
—Por primera vez en días… no tengo miedo.
Me besó la frente.
—Mientras esté contigo, no vas a tenerlo.