Capítulo narrado por Magalis
Cuando la puerta se abrió, sentí que los latidos de mi corazón se detenían por un segundo.
Entré junto al papá de Lucas, con pasos lentos, como si tuviera miedo de lo que iba a encontrar. Y sí, lo tenía. Un miedo irracional y feroz de que algo se hubiera quebrado sin posibilidad de arreglarse.
Lucas estaba allí. En la cama. Pálido. Con una vía en el brazo, el torso vendado y los ojos cerrados. Tan quieto que por un segundo creí que no respiraba.
—Está dormido —susurró su papá, con la voz más grave que nunca.
Su padre se quedó a su lado, mirando a su hijo con los puños apretados. No era un hombre fácil de leer, pero en ese momento era claro: rabia. Impotencia. Dolor. Y una ternura que no sabía cómo esconder.
—Estuvo tan cerca... —dijo en voz baja—. No me lo perdonaría, Magalis. No sabes cuánto me alegra que te tenga.
Lo miré, confundida, pero él mantuvo la vista en Lucas mientras hablaba.
—Desde que su madre se fue... —trató de continuar, pero se le quebró la voz—. Se cerró. Por completo. Nos mudamos. Dejamos todo atrás. Nada parecía alcanzarle.
Hizo una pausa. Tragó saliva.
—Y luego llegaste tú. Y vi algo cambiar. Como si... como si el mundo volviera a tener sentido para él. Gracias por quererlo, Magalis. Gracias por quedarte.
Yo no sabía qué responder. Solo asentí, con los ojos llenos, y me acerqué a la cama. Tomé la mano de Lucas con cuidado, como si tuviera miedo de romperlo. Estaba tibia, aunque débil.
—Hola, idiota —susurré, y sentí que una lágrima me bajaba por la mejilla—. No vuelvas a hacerme esto. Te lo digo en serio.
Mientras tanto, allá afuera, mi mamá se había transformado en un huracán con tacones. Respondía llamadas, hablaba con la policía, exigía protección, cámaras, seguridad. Ya no iba a quedarse sentada viendo cómo la tragedia nos respiraba en la nuca.
Yo solo quería una cosa: que Lucas abriera los ojos y me dijera cualquier estupidez. Que se quejara del olor del desinfectante. Que hiciera una broma mala. Que volviera a ser MI Lucas. Me senté a su lado, sin soltarle la mano, y puse mi cabeza en su brazo, escuchando el pitido constante de la máquina que lo vigilaba.
El reloj en la pared avanzaba lento. Cada segundo parecía un suspiro largo y cansado.
Sus dedos estaban tibios, pero su rostro aún pálido. El papá de Lucas había salido un momento, probablemente a tomar aire, aunque sé que lo hizo más por mí que por él.
Minutos después, mamá apareció en la puerta. Su rostro era una mezcla de preocupación, ternura... y miedo.
—Magalis —susurró—. Ya es muy tarde. Vamos, por favor.
Negué con la cabeza, firme.
—Solo unas horas más. Te lo prometo. No quiero que despierte y esté solo. No ahora.
Ella dudó, miró al policía sentado junto a la puerta. Otro más estaba en el pasillo.
—¿Se quedan? —preguntó.
—Sí, señora. Vigilancia toda la noche —respondió uno de ellos.
Mi mamá asintió. Se acercó y me dio un beso en la frente. Sus manos me acariciaron las mejillas como si no quisiera soltarme, pero al final, lo hizo. Me quedé sola. O casi.
El tiempo se volvió espeso. Me recosté un poco más en el borde de la cama, todavía aferrada a su mano. Mis ojos se cerraban sin permiso.
Y entonces lo sentí.
Un apretón. Suave. Pequeño.
Abrí los ojos de golpe. Y ahí estaban los suyos. Medio abiertos. Luchando por enfocarme.
—¿Lucas...? —susurré, como si decir su nombre muy fuerte pudiera asustarlo.
Él parpadeó. Lento. Su respiración cambió.
—¿Mag...? —dijo, ronco, apenas un hilo de voz.
Se me llenaron los ojos de lágrimas mientras me lanzaba, con cuidado, sobre él. Lo abracé con desesperación, como si al hacerlo pudiera volver a enraizarlo en este mundo.
—¡Estás vivo, idiota! —solté entre sollozos—. Si vuelves a asustarme así, te juro que la próxima te va a ir muy mal.
Él rió apenas, débil, pero ahí estaba su sonrisa.
—Estoy fresco como una lechuza... tranquila —dijo, con esa voz rasposa que sonaba más adorable que nunca.
—Quiero golpearte —le dije, limpiándome la nariz con el dorso de la mano.
—Yo muero por besarte —respondió él, mirándome como si nada más importara.
Solté una risa entrecortada, mezcla de llanto y alivio.
Me acerqué despacio, mis labios rozaron los suyos. Apenas un roce. Cálido. Necesario.
Lucas hizo un pequeño puchero.
—¿Eso fue todo? Pensé que ibas a dejarme inconsciente de amor para empatar el marcador.
—Cállate —susurré, sonriendo mientras apoyaba la frente en la suya—. Me asustaste tanto, Lucas...
—Lo sé. Y lo siento. Pero si lo último que hubiera visto hubiera sido tu cara... habría valido la pena.
Mis lágrimas volvieron a caer, pero esta vez no dolían. Esta vez eran solo eso: emoción.
Estaba vivo. Estábamos juntos.
Y juro que en ese instante, con sus dedos débiles entre los míos, sentí que nada ni nadie podría arrancármelo jamás.