¿vas a volver?

Capitulo 50: Esa noche no era noche.

Era una pausa forzada en medio del infierno.

Estábamos en el sillón. Naim me tenía entre sus brazos, sentado, abrazándome como si su cuerpo pudiera ser un escudo. Y yo… yo temblaba, incapaz de detenerme.

—Sofía —susurró, acariciándome la espalda—. Estoy contigo. Ya pasó, amor...

Negué con la cabeza. Las lágrimas bajaban silenciosas, cansadas, igual que yo.

—¿Y si mañana dicen que no podés quedarte conmigo? —murmuré, apenas audible—. ¿Y si vienen a buscarme? ¿Y si te obligan a irte y yo me quedo sola? ¿Y si… Catriel aparece y te hace algo a vos?

Él guardó silencio por un instante. Solo un instante. Pero lo sentí. Ese segundo donde el miedo se volvió compartido.

Me apreté más contra él.

—No quiero que te pase nada, Naim. Sos… sos lo único que me calma. No puedo más. No puedo con el miedo, las alarmas, los disparos, la idea de perderte.

—Shh… —me abrazó más fuerte, con la cara hundida en mi cuello—. No me voy a ir. No voy a dejar que te toquen. Estoy acá. Y no me pienso mover.

—Prometémelo —susurré, sin poder contenerlo más.

—Te lo juro —me dijo contra la piel, con la voz áspera—. Me van a tener que matar para alejarme de vos.

Toc, toc.

La puerta.

Los dos saltamos. Naim se levantó despacio y se asomó por la mirilla.

Era la detective.

Abrió.

—Tranquilos —dijo ella—. No pasa nada malo. Es tu mamá.

Y entonces la vi.

Mi mamá entró corriendo. Me abrazó con fuerza, arrancándome el aire. Olía a perfume viejo, a cocina, a miedo.

—Mi niña… mi niña… —repetía, acariciándome el cabello—. Estás viva. Gracias a Dios...

Detrás de ella, apareció mi papá.

Todavía llevaba el uniforme de bombero, sucio y chamuscado, con manchas oscuras en el pecho y el cuello. Sus ojos cansados, pero firmes.

En una mano sostenía una pequeña maleta; en la otra, una caja blanca.

Se acercó directo al sofá.

—Sentate —le dijo a Naim, seco, sin saludar siquiera.

Naim dudó un segundo, pero obedeció.

Mi papá abrió la caja. Adentro había gasas, cinta, alcohol, suero, pastillas. Todo.

Se arrodilló frente a él.

—¿Qué hacés…? —empezó Naim.

—Callate. Estás sangrando —respondió mi papá.

Y comenzó a curarlo.

En silencio.

Le limpió la frente con precisión. Colocó suero en la herida y empezó a vendarlo con movimientos seguros. Era bombero. Estaba acostumbrado a curar carne quemada, cortada, rota.

—Los disparos… el humo… lo que vi hoy… —murmuró mientras aseguraba la venda—. Lo que vos hiciste… no me lo voy a olvidar.

Naim bajó la mirada.

—Gracias —dijo mi papá al fin—. Por cuidar a mi hija. Por sacarla viva de todo esto.

Hizo una pausa.

—Pero escúchame bien, Naim. Porque esto va en serio. Si algún día… la hacés sufrir, le mentís o la lastimás de cualquier forma…

Le clavó la mirada.

—No vas a tener que preocuparte por Catriel. Vas a tener que preocuparte por mí.

Naim tragó saliva, pero no retrocedió.

—No voy a fallarle. Ni a ella ni a usted —respondió con voz firme.

Mi papá lo miró largo, luego asintió.

—Bien —dijo, cerrando la caja—.

Se levantó, suspiró, y le pasó la mano por el hombro.

—Igual, estás vendado como un principiante. Pero al menos ahora no te vas a desangrar en el sillón.

Sonreí apenas. Naim también.

Mi mamá se sentó a mi lado y me abrazó de nuevo. Nos quedamos así. Todos. Por un instante. Una familia improvisada en medio del desastre.

Una pausa antes de lo que vendría.

La puerta se cerró con un clic suave.

Mis padres se habían ido. No querían hacerlo, lo sabía. Pero el protocolo era el protocolo. La zona estaba asegurada, los detectives afuera, y tenían que volver a sus funciones. Prometieron regresar al amanecer.

Y ahora, estábamos solos.

El departamento era pequeño. Silencioso. Afuera se oían murmullos de la ciudad nocturna, un auto lejano, una bocina distante. Adentro, el eco de toda esa noche aún vibraba en mis huesos.

—¿Te bañás primero vos o yo? —preguntó Naim, rozándome la mejilla con los nudillos vendados.

—Juntos —susurré, sin pensarlo.

Me miró con esa expresión que lo decía todo, sin palabras.

Entramos al baño. El agua tibia cayó sobre nosotros como una caricia que necesitábamos. No fue un momento sexual, fue profundo, vulnerable. Nos lavamos el miedo de la piel: el olor a humo, a ceniza, a sangre.

Me quedé quieta bajo el agua un rato, ojos cerrados, sintiendo sus manos pasarme el jabón por la espalda con una dulzura que me quebró.

Al salir, nos pusimos ropa cómoda. Yo una remera suya, grande y suave. Él, un pantalón deportivo, el vendaje en la frente le daba un aire de guerrero cansado.

Nos acostamos en la cama del cuarto que me habían asignado.

Era una habitación neutra, blanca, limpia. Pero sentí que se transformaba en hogar solo por tenerlo ahí.

Me acurruqué sobre su pecho, sintiendo su respiración, su calor, su vida.

—¿Sabés? —murmuré, la voz apagada por el cansancio y la emoción—. En el baño, mientras me enjuagabas el pelo, pensé que nunca más iba a tener algo así. Un momento de paz. Que todo se había roto para siempre.

—Yo también —susurró, besándome la frente.

—Cuando escuché la explosión… pensé que no salías. Que me quedaba sola. Y luego los disparos… —mi voz se quebró.

Naim me abrazó más fuerte, acariciando mi cabello húmedo.

—Estoy acá. No me fui. No pienso irme.

Lo miré. Nuestros rostros a centímetros.

—Prometeme que no me van a separar de vos mañana. Que no van a venir a decirme que tenés que irte.

—No lo permitiría —dijo firme.

—¿Y si Catriel vuelve? ¿Y si va por vos esta vez?

—Que venga. Lo espero. Pero vos no vas a volver a pasar miedo sola. Nunca más.

Nos quedamos en silencio. Su mano bajó por mi espalda lentamente, buscando contacto. Yo me acerqué más, como si pudiera fundirme en su piel.



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En el texto hay: romance, romance y desamor, amor dolor

Editado: 28.07.2025

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