El auto iba en silencio. El motor ronroneaba parejo y la carretera parecía interminable, flanqueada por árboles que bailaban con el viento.
Yo iba en el asiento trasero, pegada a Naim. Su mano estaba entrelazada con la mía, su pulgar acariciando suavemente el dorso.
La detective Garro conducía. El otro detective, Farrias, iba en el asiento del copiloto, con el ceño fruncido como si le doliera existir.
—Sofía —dijo de pronto la detective, rompiendo el silencio—, te va a encantar el pueblito al que vamos. Se llama San Damián. Tranquilo, pequeño, rodeado de montañas y niebla en las mañanas. Todo muy cinematográfico. Te vas a sentir en una novela.
Naim la miró por el retrovisor, curioso.
—¿Y qué tiene de especial?
La detective le guiñó un ojo.
—Estoy segura de que tú me vas a dar la razón cuando lleguemos.
Naim ladeó la cabeza, sonriendo.
—¿Algo que deba saber?
—Ni te imaginas —respondió ella con tono travieso.
Farrias bufó.
—Será aburrirse.
—¡Calla, Farrias! —le soltó ella—. Solo porque vos no tienes alma ni sabes lo que es el encanto de una panadería de pueblo...
—Encanto tiene la siesta —gruñó Farrias, pero por primera vez, sonrió.
—Y no le des clases —añadió, mirando por el espejo a Naim—. Ya deben saber de todo esos dos...
Yo me puse roja. Como un tomate cocido.
—¡Oye! —dije bajito, dándole un codazo suave a Naim que solo se rió.
—Tranquila, Sofi... todo bajo control —murmuró él, besándome la sien.
La detective rió bajito.
—Son tiernos. Me recuerdan a mí cuando me enamoré por primera vez en una estación de policía...
Farrias se aclaró la garganta, incómodo.
—No empieces con tus historias de telenovela, que tenemos una hora de viaje todavía.
—Y se va a hacer más larga si no te callas —replicó ella con una carcajada.
Por primera vez en días, sonreí de verdad.
No porque el peligro se hubiera ido, sino porque estaba viva. Estaba con él. Y aunque el futuro fuera incierto, al menos el presente... se sentía menos oscuro.
Y mientras el auto seguía su camino por la ruta desierta, con la luz del atardecer filtrándose por las ventanas, me aferré al único pensamiento que me daba calma:
Todavía estábamos juntos.
La decisión de irnos no fue nuestra. Fue algo que llegó como un golpe, inesperado, inevitable... y aunque intentamos verlo como algo temporal, sabíamos que no lo era. Mis padres se opusieron, claro. Y Naim buscó mil maneras para evitar que tuviéramos que marcharnos. Pero al final era eso... o exponer a nuestras familias, a nuestros amigos.
Y entendí que no había vuelta atrás el día en que Magalis estuvo a punto de sufrir un accidente. Ese momento me lo dejó claro: Catriel no se iba a detener. Y yo no me lo perdonaría jamás si algo le pasaba a Magi por mi culpa.
Todavía cargo con la culpa de lo que pasó con Lucas. Así que, con todos nuestros sueños a cuestas, las heridas abiertas y el corazón hecho trizas... me despedí. De mis padres, de Magi, de Lucas, de la abuela de Naim... y dejamos todo atrás.
El auto se detuvo frente a una pequeña casa de madera, pintada de un tono crema algo desgastado por el sol. Desde la colina se podía ver todo el pueblo: techos bajos, chimeneas humeando, niños jugando en la calle de tierra y bicicletas apoyadas en las cercas.
Montañas rodeaban el lugar como si lo protegieran. El aire olía a pino, a leña encendida, a pan recién horneado.
—Es lindo, ¿verdad? —dijo la detective Garro, bajando del auto y estirándose—. Este pueblo tiene su encanto.
—Tiene... olor a paz —murmuró Sofía, mirando hacia las montañas.
Farrias cerró la puerta con fuerza y suspiró.
—Vamos, tenemos que decirles unas cosas antes de partir.
—¿Partir? —preguntó Naim, mirando al detective.
—Sí, Romeo. No nos vamos a quedar a vivir con ustedes.
Entraron a la casa. Era pequeña, pero cálida. Tenía un sofá viejo con una manta tejida encima, una cocina diminuta con una ventana que daba al bosque, y un dormitorio con cortinas floridas que ondeaban con la brisa.
Los cuatro se sentaron en la sala. Naim y Sofía juntos, tomados de la mano.
—Escuchen —empezó la detective—. Como deben saber, cuando alguien entra a un programa de protección, le cambian todo: nombre, historia, rutina. A ustedes, como ya cumplieron los dieciocho, podemos...
—Ay, ¿por qué no vas al grano, mujer? —interrumpió Farrias—. Te dije que no son críos. Seguro Naim hasta escaló ventanas para verla en las noches.
Sofía se puso roja como una cereza.
Naim se atragantó con su propia saliva.
—¡Te dije! —soltó Farrias, señalándolo con una sonrisa burlona.
Garro rodó los ojos, pero sonrió.
—En fin. Oficialmente ustedes son una pareja joven que se escapó de sus casas para vivir su gran romance, estilo novela. Nadie debe saber la verdad.
—¿No es muy de telenovela eso? —preguntó Naim, arqueando una ceja.
—Yo dije eso —añadió Farrias, cruzándose de brazos.
—El asunto es —siguió Garro con paciencia— que van a vivir aquí por un tiempo. No estarán solos: de vez en cuando haremos rondas, pero no podemos estar encima. Tienen que aprender a manejarlo.
—Nada de llamadas, nada de redes, nada de contactos —agregó Farrias con tono serio—. Usen sus nuevos nombres. Sofía, por eso te pintamos el cabello.
Sofía se lo tocó inconscientemente.
—¿Y si alguien sospecha?
—No lo harán si actúan como si todo fuera real —dijo Garro—. Dense permiso de vivir. Coman en el pueblo, hablen con la gente, ayuden si pueden. Mezclarse es sobrevivir.
Farrias asintió.
—Hagan que crean que vinieron a vivir felices... y a criar sus hijos.
—¿¡Hijos!? —gritaron Sofía y Naim al mismo tiempo, casi parándose.
—¡Es un decir! —gruñó Farrias—. Tampoco es para tanto...
Después de varias instrucciones más, números de emergencia y reglas sobre lo que podían o no podían hacer, llegó el momento de la despedida.