Naim entró con la última maleta, empujándola con el pie mientras se pasaba la mano por la frente.
—¿Y listo...? —murmuró, dejando escapar un suspiro mientras sus ojos recorrían la pequeña habitación.
Una cama matrimonial al fondo, con sábanas blancas recién puestas y una manta azul doblada a los pies. Una cómoda sencilla, una lámpara algo torcida, y un ventanal por donde entraba la luz suave de la tarde. Era modesto, pero era nuestro. Y después de todo lo vivido, eso era suficiente.
Yo estaba en el marco de la puerta, abrazándome a mí misma. Aún tenía el cabello húmedo del baño y sentía ese cansancio que te pesa en los huesos, pero también esa ternura que solo aparece cuando, por fin, puedes bajar la guardia.
Naim se acercó por detrás y rodeó mi cintura con los brazos, apoyando su rostro en mi cuello.
—¿Sabes qué falta? —susurró con voz ronca. Sentí el calor de su aliento estremecerme.
—¿Qué...? —pregunté sin moverme.
—Estrenar la cama.
No pude evitar reírme bajito. Me besó lento, en el cuello, y subió hasta mi oreja. Un escalofrío me recorrió entera.
—Naim... —murmuré, girándome un poco hacia él.
—¿Qué? —respondió, con esa sonrisa suya que siempre logra desarmarme—. No es ilegal, es una cama. Nueva. Nuestra. El pueblo está tranquilo, nadie nos va a buscar por eso.
Me reí contra su pecho, escondiéndome en él como siempre hacía cuando necesitaba un refugio.
—Eres un descarado.
—Y tú me amas así —dijo mientras me hacía retroceder hasta que sentí el borde del colchón detrás de mis piernas.
Lo miré. Sus ojos brillaban, sus labios apenas entreabiertos. Mi corazón latía tan rápido que me costaba respirar.
—Me encantas —le susurré, jalándolo de la camisa.
Se inclinó hacia mí sin apartar los ojos. Nos besamos. Primero con suavidad. Después, con una urgencia que nos rompía por dentro. Una necesidad de reconocernos después de todo lo que habíamos enfrentado.
El mundo podía esperar.
Ese momento era nuestro.
Sentí sus manos recorrer mi espalda con ternura, mientras sus labios descendían por mi mandíbula hasta mi cuello.
—Te extrañé —murmuró.
Cerré los ojos. Esas palabras se me quedaron clavadas en el pecho.
Mis dedos buscaron los botones de su camisa. Al principio me temblaban las manos, pero luego me aferré a ese instante. Lo miré a los ojos mientras los desabrochaba, uno por uno, como si al hacerlo soltara también todo el dolor, el miedo, la incertidumbre.
—Yo también —dije, casi en un suspiro.
Cuando su camisa cayó, él llevó sus manos a mi suéter y me ayudó a levantar los brazos. Sentí cómo la tela resbalaba por mi piel aún húmeda del baño. Me miró con una calma que quemaba, como si me viera por primera vez.
Nuestros labios se volvieron a encontrar, esta vez con más hambre, con más deseo. Como si quisiéramos quedarnos ahí para siempre.
Caí de espaldas sobre la cama, tirando de él conmigo, sin dejar de sonreír. Se acomodó sobre mí con suavidad. Su cuerpo no pesaba, pero su presencia lo llenaba todo. Era calor, vida, certeza.
Sus manos bajaron por mi cintura, acariciándome con una lentitud que me hizo temblar. Como si me dijera sin palabras: ya pasó, estás conmigo, no tienes que tener miedo.
Nuestras respiraciones se mezclaban. Nuestros cuerpos se buscaban. Afuera, el mundo seguía, pero dentro de esa habitación... solo existíamos nosotros.
Me desnudó con una delicadeza que me conmovió. Me arqueé contra él, deseándolo todo. Éramos piezas encajando. Éramos historia, lucha, amor.
No dijimos más.
Solo sentimos.
Piel con piel, beso tras beso. Al principio suave, como un susurro. Después más profundo, más intenso. Como una promesa silenciosa de que nos teníamos. De que lo habíamos logrado.
Y cuando todo terminó, cuando el placer nos dejó temblando y respirando uno en el otro, supe que no era solo la cama lo que habíamos estrenado.
Habíamos recuperado algo más valioso.
Nosotros.