Garro fue la primera en romper el silencio:
—Sofía tendrá que salir sin protección.
El aire se volvió pesado.
—¡No! —la voz de Naim retumbó en la habitación como un trueno—. ¡Tú no vas a hacer esto, Sofía!
Intenté hablar.
—Naim...
Pero él negó con la cabeza, retrocediendo un paso, las manos alzadas como si la idea le quemara la piel.
—No. No me importa lo que digan ellos ni lo que haga falta. ¡No vas a ponerte en peligro!
—¡Voy a hacerlo, Naim! —estallé. La voz me temblaba, la rabia mezclada con miedo me explotaba en el pecho—. ¡No es solo por mí! ¡Es por ti también! Por nosotros. Por todos.
Se acercó. Los ojos le ardían de rabia y de algo peor: de miedo. Me tomó del brazo con fuerza.
—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? ¿De lo que puede pasar si algo sale mal?
—¿Y qué otra opción tenemos? ¿Seguir huyendo? ¿Esperar que aparezca otra vez? ¿En otra casa, en otro pueblo, en otra noche?
—¡Sí, si eso significa que sigues viva! —gritó.
Nos quedamos mirándonos. Respirábamos agitados, como si el aire se hubiera vuelto más denso. Dolía. Todo dolía.
—¡Ya basta! —intervino Garro, alzando la voz mientras se colocaba entre nosotros—. Los dos. Siéntense. Ahora.
Obedecimos. Naim soltó mi brazo con cuidado, pero no se alejó. Nos sentamos en el sofá. Farrias seguía firme junto a la puerta, con los brazos cruzados, como una sombra tensa.
—Vamos a hablar claro —dijo Garro, mirando a cada uno—. Catriel es un depredador. Un tipo que no se detiene hasta tener lo que quiere. Y lo que quiere... eres tú, Sofía.
Asentí. Ya lo sabía.
—Lo hemos intentado todo —añadió Farrias, serio—. Buscarlo, rastrearlo, presionar contactos. Nada. Siempre está un paso adelante.
—Hasta que los encontró —dijo Garro—. Y eso, por terrible que haya sido, nos dio una sola ventaja: ahora podemos atraerlo.
Naim lo entendió en el acto.
—No... —murmuró, y luego explotó—. ¡No! ¡No van a usarla como carnada!
—¡Ya lo soy, Naim! —dije, y me rompí un poco más por dentro—. ¡Lo he sido desde el principio!
Él apretó los dientes, sus ojos al borde de las lágrimas. No las dejó caer.
—Queremos que parezca que Sofía está sola —explicó Garro—. Sin protección visible. Un cambio de rutina. Unos días de calma. Que él crea que tiene una oportunidad. Pero nosotros vamos a estar ahí. Muy cerca. Listos.
—La operación será limpia y cerrada —dijo Farrias—. Francotiradores. Vigilancia encubierta. Todo sincronizado. Solo necesitamos que él aparezca.
Naim se levantó de golpe.
—¡Están locos!
—¿Y tú qué propones? —Garro lo enfrentó con la misma firmeza.
—¡Esconderla! ¡Cambiarle el nombre otra vez! ¡Llevarla lejos!
—Eso no es vida —susurré, poniéndome de pie a su lado—. Es sobrevivir. Y yo no quiero sobrevivir. Quiero vivir. Contigo.
Me miró. Sus manos temblaban cuando buscó las mías.
—¿Y si algo sale mal, Sofía? ¿Y si esta vez no llego?
—Entonces prométeme que vas a intentarlo con todo lo que tienes —le dije, sintiendo el nudo en la garganta—. Porque yo también lo haré.
Silencio.
De ese que se siente como un abismo. En el que todos entienden que ya no hay vuelta atrás.
—Entonces... —dijo Garro finalmente, cruzándose de brazos—. Lo hacemos. Preparen todo. Tenemos un depredador que cazar.
Volvimos a la ciudad.
Un departamento pequeño nos esperaba. Limpio. Discreto. Las paredes olían a pintura fresca. Todo debía parecer normal. Rutina. Calma. Nada de vigilancia visible.
Mis padres querían que me quedara con ellos. Lo entendí. Pero no podía. Catriel debía creer que estábamos volviendo a nuestra vida. Que la herida estaba cerrando. Que bajábamos la guardia.
Conseguí un trabajo en una librería. Tranquila, acogedora. A veces sentía los ojos en la espalda, pero no me giraba. Naim volvió al taller, con el padre de Lucas. Aunque parecía fuerte por fuera, yo lo veía cuando nadie más lo hacía: la mandíbula apretada, los puños tensos, los silencios largos cada vez que yo salía sola.
Esa noche, fui a casa de mis padres. Cocinamos, reímos. Magalis también vino. Por unas horas, todo fue como antes. Como si el horror no existiera.
Al salir, Naim me estaba esperando.
Me abrazó como si quisiera fundirme en su pecho.
Subimos al auto. Empezamos a andar... pero a mitad de camino, desvió. Sin una palabra, tomó la ruta hacia el mirador.
Ese mismo lugar donde, meses atrás, nos habíamos prometido todo sin saber si lo cumpliríamos.
Aparcó. Bajó la ventana. El motor se apagó. Solo quedaba el silencio, el cielo y nosotros.
Lo miré. No dije nada. Solo me incliné hacia él, me subí a su regazo y rodeé su cuerpo con mis piernas.
Su respiración se detuvo.
—Sofía...
—¿Mmm? —susurré, mientras mis dedos bajaban desde su cuello hasta su pecho, sintiendo el latido de su corazón.
Sus manos buscaron mi cintura. Me sostuvo como si el mundo pudiera llevárseme si no lo hacía.
—Estás preciosa —dijo, con esa voz ronca que solo usaba cuando la emoción le ganaba.
—Lo sé.
Sonreí. Sus labios buscaron los míos, pero los esquivé por un segundo. Quería que me mirara. Que entendiera que esto también era parte del amor. La ternura en medio del miedo. La pasión entre las sombras.
Nos besamos. Lento. Profundo. Como si quisiéramos borrar cada sombra con ternura. Como si la pasión fuera una forma de resistencia.
Y en medio de ese momento perfecto, de esa calma que nos habíamos ganado con sangre y miedo... lo supe.
Mañana comenzaba la caza.