¿vas a volver?

Epilogo: “Las cartas que el cielo guarda”

Años después…

La reja del jardín se abrió con un chirrido suave.

Sofía apenas alcanzó a dar un paso cuando una vocecita estalló desde el porche.

—¡Tía Sofía!

Un torbellino de risas y pasos descalzos cruzó el césped. El niño se lanzó a sus brazos, y ella lo atrapó con una sonrisa que le iluminó todo el rostro.

—Hola, mi amor —susurró, besándole la frente—. ¡Cuánto has crecido!

—¡Mamá dijo que ibas a venir! ¡Hoy cumplo cuatro! —exclamó con orgullo, señalando la casa decorada con globos y guirnaldas.

—¡Naim, no corras tan rápido! —gritó Lucas desde la entrada, entre risas—. Te vas a caer y vas a culpar al perro otra vez.

Magalis apareció tras él, descalza también, con una copa de jugo en la mano y su vientre redondo marcando los seis meses de embarazo. Llevaba el cabello recogido en un moño despeinado y esa paz que solo dan los años de reconstrucción. Sofía la abrazó fuerte, sintiendo que algo dentro de ella se asentaba cada vez que se encontraban.

El jardín estaba lleno de gente querida. La madre de Magalis cortaba pastel mientras hablaba con el padre de Lucas muy de cerca. Los padres de Sofía.

Sofía caminó con pasos tranquilos, aunque por dentro algo temblaba. De entre la gente reunida en el jardín, una figura se levantó despacio de una silla, con el andar lento de los años y la mirada suave como el primer día.

Era la abuela de Naim.

No del niño que ahora jugaba entre globos y risas.
Sino del Naim que ya no estaba. El Naim que Sofía amó.

Ambas se quedaron mirándose por unos segundos. Luego, sin decir nada, se abrazaron. Un abrazo largo, apretado, como si el tiempo se hubiera detenido solo para eso.

—Mi niña… —susurró la anciana, con voz quebrada—. Cuánto te he pensado.

Sofía cerró los ojos. El olor a lavanda, la calidez de esos brazos. Todo era familiar.

—Yo también a usted… —respondió con la voz temblorosa—. No sabe cuánto la extrañé.

La abuela se separó solo lo justo para mirarla a los ojos.

—Gracias por venir. Gracias por seguir volviendo.

—Este lugar siempre será parte de mí —dijo Sofía, con sinceridad—. Usted… él… nunca se fue.

La mujer le acarició la mejilla como solía hacerlo antes, cuando era una adolescente y pasaba las tardes en ese jardín.

—Él estaría tan orgulloso de ti, Sofía. Lo sé. Lo siento cada vez que te veo.

Sofía sonrió, aunque los ojos se le humedecieron. El niño, Naim, correteaba con otros pequeños, imitando un avión con los brazos abiertos. Tenía el cabello castaño claro como Lucas, pero había algo en su mirada... algo que dolía por lo familiar.

—¿Ya te mudaste? —preguntó Magalis mientras se sentaban en las sillas del porche, al resguardo del sol.

Sofía negó con la cabeza.

—Sigo en el mismo departamento. Ese pequeño rincón donde todo cambio… y donde, de alguna forma, todo sigue.

—¿Y estás bien ahí?

—Es el único lugar que me da paz. El único que siento como hogar —respondió. Su voz era tranquila, casi agradecida.

Magalis asintió con una ternura que solo las amigas de verdad entienden.

Sofía sacó de su bolso unos libros. Psicología. Aún estudiaba, aún avanzaba. Pasito a paso. Y en cada paso, él estaba allí.

Naim.

No como un fantasma. No como una herida.

Sino como una brisa. Como una canción que suena bajito. Como un recuerdo que no se apaga.

Lucas se acercó en ese momento, con una copa de jugo y un sobre en la mano.

—Me pidieron que te entregara esto. Él lo dejó con instrucciones… dijo que era para un día especial. Y creo que hoy lo es.

Sofía tomó el sobre con manos temblorosas. Reconoció la letra de inmediato. La de Naim. Lo abrió en silencio:
Mi chica del maíz,
Si estás leyendo esto… es porque la vida siguió.
Y tú también.
Eso me hace feliz. De verdad.
Aunque también... lo siento.
Lo siento por no estar ahí.
Por no poder cumplir eso que te dije mil veces:
que siempre iba a estar.
Que no me iba a ir.
Y fallé.
Pero si estás leyendo esto… significa que estás viva,
que estás a salvo, y eso ya me da paz.
No me odies por no quedarme.
Ojalá también estés feliz.
O empezando a estarlo, aunque sea de a poquito.
Todavía me acuerdo de la primera vez que te vi.
Fue como… no sé, como si el mundo se pusiera en pausa por un segundo.
Y yo pensé:
**"Ahí está. Ahí está todo lo que buscaba."**
¿Te acuerdas cuando te dije que si teníamos hijos
serían los más guapos del mundo?
Obvio, porque tú ibas a ser la mamá.
Y sí, sé que me creí mucho ese día,
pero tú también lo dijiste riendo.
Esa risa… joder, la llevo clavada en el alma.
Sofi, solo espero que nunca tengas que leer esto.
Pero si lo estás haciendo… prométeme algo:
No te detengas nunca.
No te quedes en el pasado.
Vive.
Ama otra vez si quieres.
Haz locuras.
Viaja.
Canta.
Ríe con ganas.
Y cada vez que mires al cielo,
acuérdate que desde ahí te estoy cuidando.
No como quería…
pero aún así, aquí estoy.
Siempre tuyo,

Naim
Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no hizo ningún esfuerzo por detenerlas. Miró al pequeño Naim correr por el pasto, gritar de alegría, tropezar y levantarse sin perder la sonrisa. A veces, cuando lo veía así, tan feliz, tan libre, Sofía sentía que en cualquier momento, Naim —el suyo— saldría corriendo detrás de él, como si el tiempo no se hubiera roto.

Y por un segundo, casi podía oír su risa.

Casi podía sentirlo cerca.

El pasado dolía, sí. Pero también la sostenía.

Y aunque él no hubiera vuelto…

De algún modo, siempre estaba con ella.



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En el texto hay: romance, romance y desamor, amor dolor

Editado: 28.07.2025

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