Vecino de número

Capítulo 2

 

 

Apenas llegué al aula me apresuré para sentarme en una de las sillas de adelante de la fila más cercana a la puerta, y escondí lo más que pude mi cara entre mis mechones de cabello castaño claro. Solo caminar hasta ahí había sido un suplicio que no por esperarlo era menos horrible cada vez que ocurría.

El relacionarme con personas extrañas, que trataban de no parecer sorprendidas cuando se topaban con mi rostro, escalaba en los primeros puestos en mi lista de ansiedades. Y un colegio nuevo era esa sensación multiplicada por los cientos de alumnos que inundaban los pasillos para un nuevo ciclo.

Ya en mi posición y en relativa tranquilidad, admiré el panorama mientras esperaba que entrara alguien que diera inicio a la clase. No había tantas personas, pero entre ellas estaban unas chicas que conversaban y se reían sin darme importancia. Aproveché que no se daban cuenta de mi inspección para detallarlas.

Desde hacía meses había empezado a prestarle mucha atención al físico de quienes me rodeaban. A su rostro y su cuerpo. El tema siempre me había interesado, pero no hacía tanto que me era relevante al punto de casi obsesionarme con ello.

Miraba a las chicas y empezaba a pensar en sus puntos atractivos. Por ejemplo, en ese grupito había una muchacha de pelo negro y lacio, con un rostro de facciones bonitas y femeninas. Bien proporcionadas. Nada de ganchos en la nariz, ni la quijada grande, sus labios resaltaban en un tierno tono rosáceo en medio de su piel blanca, y sus ojos oscuros estaban rodeados de pestañas.

Ella era un 9.3.

Si yo tuviera ese rostro qué cosas no podría hacer, pensaba. Si tuviera su piel sin imperfecciones mi vida sería más fácil.

Con ella había otra muchacha, castaña, menos atractiva que la primera, pero bonita de todos modos. Ojos luminosos, nariz bien formada, rostro redondeado que no quedaba mal con su cuerpo más desarrollado.

Ella era un 8.9.

Si yo fuese ella, aprovecharía más mi belleza. Me haría un peinado de cola alta y usaría un uniforme que acentuara más las líneas de mi cuerpo en lugar de esconderlas con ropa holgada.

Veía muchos rostros y cuerpos, y más que mirarlos, los analizaba. Quizá ellas se quejaban de algunas características de su físico, pero para mí todas eran hermosas. Aunque, siendo sincera, no era que fuesen hermosas lo que me importaba. Lo que me importaba era que todas eran más hermosas que yo.

Donde quiera que mirara, encontraba chicas a las que envidiaba, con físicos que a mí me gustaría tener. Incluso con imperfecciones, opinaba que todo eso que no les gustaba tenía solución.

La única que no tenía arreglo era yo. Yo sí que tenía errores imperdonables, que no había manera de ocultar.

Ni siquiera sabía por qué quería ser más bonita, solo sentía que debía serlo.

A los trece no me interesaba tanto el tema, compartía frases en plan «ámate a ti misma» y esas idioteces. Pero a los diecisiete, en el último año, sin lograr hacer amistades más que por compasión, y sin posibilidad de relacionarme amorosamente con algún hombre, lo cierto era que se me estaba empezando a llenar la cabeza a arañas.

Lo peor era que me avergonzaba aceptar que estaba preocupada por algo así. Cuando me decidía a preguntarle a alguien su opinión sobre mí, casi siempre obtenía la misma respuesta: «Tienes lo que tienes, pero tampoco eres fea… Estás más o menos».

Y es que, conforme pasaba el tiempo, ser una más o menos me hacía sentir menos que más. 

No solo me interesaba en las chicas. También prestaba atención a los hombres y pensaba en que ninguno de ellos querría salir conmigo. Algo por lo menos curioso porque tampoco es que quisiera salir con alguno. Casi siempre los detestaba apenas abrían la boca, pero igual creía que debía gustarle a alguien. La mayoría de las chicas a mi edad ya habían tenido un novio y yo no lo tenía, ni me imaginaba alguna situación donde llegaría a tenerlo.

Un golpe en mi pupitre me hizo alejarme de mis contemplaciones y prestar atención a un chico que otro había empujado hasta casi caer sobre mí. Él se repuso y se rio, estaba de broma con sus amigos, pero cuando volteó a verme, lo que fuese a decir se quedó detenido en su garganta.

―Ah ―soltó.

Sus amigos también me miraron y yo deseé que la tierra se abriera y se tragara al salón entero.

El chico (alto, buena cara, un 9, creo) se quedó un momento detenido, como si sus neuronas hubiesen dejado de funcionar. Después, se metió las manos a los bolsillos para hablarme con una sonrisa incrédula.

―¿Qué mierda te pasó en la cara?

―Ya ves, un accidente ―dije tratando de escucharme simpática.

―Ya sé que fue un accidente ―respondió ácido―. No vaya a ser una nueva moda ―habló entonces mirando a sus amigos.

Los tres se rieron. Yo fingí hacerlo.

Una profesora entró pidiendo que se sentaran.

Yo limpié la humedad en mi mirada con el reverso de mi mano.

 

 



#35795 en Novela romántica

En el texto hay: amor juvenil, familia, amistad

Editado: 13.11.2023

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