Vecino de número

Capítulo 5

 

Una vez cada quince días o una vez al mes, según la disponibilidad, iba a visitar a mi padre a la ciudad vecina. No quedaba lejos, el trayecto era de una hora y tomaba solo un autobús. Se suponía que él me visitaba a mí, pero con el tiempo mi papá se había equipado con tal cantidad de pretextos que prefería no preguntar y viajar yo.

Me iba un sábado y me quedaba a dormir para regresar el domingo. Llevaba mis libros y las tareas que tuviera pendientes, así que gran parte de nuestras horas de convivencia se traducían en él viendo el televisor mientras yo estudiaba en una mesa al lado.

Ese día, nos topamos en un comedor familiar que quedaba cerca del edificio donde papá vivía. No nos saludamos más que con la mirada y entramos como si se tratara de un trámite burocrático.

Fui al baño y cuando regresé, la comida estaba sobre la mesa. Mi papá había pedido por los dos y ya se atragantaba con una hamburguesa de doble torta que apenas le cabía en la mordida. En mi plato había algo similar, aunque de menor tamaño.

―¿Qué pasa? ―me preguntó cuando notó que no comenzaba a comer―. ¿Tiene una mosca?

―Ah, no, es que… estoy tratando de no comer estas cosas tan grasosas.

―¿Qué? ―cuestionó con un aire incrédulo.

Se limpió los restos de salsa en un gesto grosero y me miró de frente, como si hubiese dicho algo imperdonable.

Yo me revolví incómoda en la silla.

―Bueno, es que, ya sé que es tonto, pero cuando como comida con mucha grasa luego… me siento triste. Leí por ahí que la gente también trata de llenar vacíos emocionales con comida.

No sabía si eso era psicología barata de internet, pero pensé que podía ser un tema de debate para salir de la rutina en que me preguntaba por el colegio, mi madre, la casa y luego nos quedábamos en silencio.

Él no compartió mi interés. Le dio un trago grande a su refresco y pidió otro. Cuando hizo un ademán con la mano, eché de ver que había engordado. Papá tenía otra familia, así que no lo veía mucho y fue hasta ese momento que lo noté.

―Mira, nena, tú estás bien, eso solo tiene que importarle a las gordas. Además, ya lo pagué.

Él siguió comiendo y yo contuve un suspiro.

Asentí y me llevé aquello a la boca. Esta delicioso, por supuesto, un deleite inmediato que explotaba en la boca y cubría todo el cuerpo con una sensación de placidez. El problema de esa comida era que me hacía olvidar el resto de las circunstancias. Mientras masticaba me sentía feliz, y mi padre y yo no éramos distintos a cualquier otro padre y su hija que compartían un almuerzo juntos.

No por nada la comida chatarra era la droga legal favorita de la mayoría.

Ya me estaba terminando las papas cuando empecé a escuchar susurros y unas risitas constantes que venían de una de las mesas cercanas. Al alzar la vista, noté que se trataba de un grupo de chicos y solo eso necesité para que mi cuerpo entero reaccionara como si estuviese frente a un peligro de muerte.

Cualquier persona con poca confianza en sí misma sabe lo que es estar en un sitio con gente, escuchar a un grupito riéndose y suponer que se ríen de ella. Dicha persona también debe saber lo agotador que es vivir en una constante paranoia sobre si se está siendo objeto de crítica o no.

En mi caso, casi siempre era cierto que de quien se reían era de mí.

Mi padre me miró como preguntándome qué me pasaba.

―Se están burlando ―le dije.

Él no se volteó para comprobar, me creyó.

―Sí, mejor nos vamos.

Papá se levantó y yo me puse a su lado para que su cuerpo me cubriera, al menos desde la perspectiva de los tipos que habían dejado de hablar de mí para conversar entre ellos.

Era increíble lo fácil que resultaba para alguien molestar a una persona y retomar su rutina como si nada hubiese ocurrido, cuando su objeto de burlas quizá estaría toda la tarde pensando en si lo que le habían dicho era cierto no.

―Por cierto, nena, vas a tener que volver a casa. Tengo un trabajo que hacer en otra ciudad y ya estoy tarde. ―Revisó su reloj al decirlo―. Un amigo pasa por mí como en veinte minutos.

Me detuve y apreté el agarre de la mochila que llevaba colgada solo del hombro derecho.

―¿Qué?... ¿Pero por qué? ¡Me hubieras avisado!

―Ya sé, pero cuando me acordé, ya venías en camino, así que al menos quise almorzar contigo.

Sentí una sensación pesada instalarse en mi estómago.

―Siempre es lo mismo, nunca tienes tiempo para mí. Si tu otra hija…

―Ya, ya, ya, no empecemos, ¿bueno? Ya almorcé contigo. ¿Para qué quieres quedarte de todos modos? Lo único que haces es tarea, eso lo puedes hacer en casa de tu madre. ―Al ver que mi expresión no cambiaba, agregó: ―No te comportes como una niña mimada.

Me giré y comencé a caminar en sentido contrario, sin decir más. Lo escuché soltar un «como quieras» y mis pasos pasaron de un ritmo rápido y pisadas fuertes, a uno lento y sin energía.



#35796 en Novela romántica

En el texto hay: amor juvenil, familia, amistad

Editado: 13.11.2023

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