Abrí y cerré la boca varias veces sin lograr decir nada. La última pregunta me había tomado por sorpresa.
―¿C-cómo sabes que soy y-yo?
Me sentí más estúpida, si era posible, cuando la lengua se me resbaló entre los dientes al pronunciar. Tuve que contener el aire y dejarlo salir para no seguir dando un espectáculo lamentable.
―Este es mi número personal, solo cuatro personas lo tienen.
Eso explicaba por qué de su precisión para reconocerme cuando lo llamaba desde un teléfono público. Eso y que era probable los otros tres contactos no llamaban para quedarse esperando como idiotas.
―¿Pasa algo?
―S-sí. ―Me aclaré la voz―. Sí, lo siento es que… ya sé que no nos conocemos, y que no debería pedírtelo, pero, ah, es que…
―¿Qué pasó? ¿Un asesinato, rompiste un jarrón de la dinastía China, vas en un tren de máxima velocidad sin frenos, necesitas que finja que sea tu novio para demostrarle a tus amigas las huecas que tú también puedes andar con un tipo guapo aunque el hecho de que me pidas ayuda es la confirmación de que no puedes?
¿Cómo pude olvidar por un momento que este chico está mal de la cabeza?
―No, ¡no! ―lo detuve por la novena o décima trama―. Me robaron todas mis cosas y no puedo volver a casa ―solté por fin.
―¿También tu celular?
―Sí.
―Dios mío, eso es terrible.
Bueno, parecía que por fin entendía la situación.
―… ¡así ya no podremos ser vecinos de número!
Quise golpear mi cabeza contra la cabina, ¿eso era lo que le preocupaba?
―¿Dónde estás?
Le dije la dirección y la estación.
―Voy por ti, no me queda lejos, tardo como media hora. Y después buscamos tu celular.
―¡No! Espera, solo quiero que le mandes un mensaje a mi madre por alguno de sus perfiles.
―¿Y me va a contestar de inmediato?
Me quedé en silencio.
―Voy por ti ―repitió―. ¿Cómo te reconozco?
El hombre detrás de mí carraspeó, apresurándome. Lo hacía cada dos segundos.
Una vez más, no tuve tiempo de pensar en otra solución.
―¿Recuerdas que te dije que era fea? Bueno, así me vas a reconocer.
Colgué y me giré para encarar al tipo que cambió su expresión al verme.
―Toma, aquí tienes el teléfono que de seguro vas a usar para llamar a tu ex pareja sin que te detecté el identificador de llamadas para decirle por cuarta vez que no tienes para la pensión de tus dos hijos y dejarle en claro que no es tu culpa, aunque tu depresión económica sea solo resultado de que no pudiste madurar a tiempo y tus decisiones las tomaste por creerte historias motivadoras de internet.
El hombre, y al menos dos personas detrás de él, me observaron sorprendidos. Me dirigí furiosa a la hilera de sillas donde esperaba mi bus, y cuando estuve lo suficientemente lejos para que tuviera que gritar, el tipo reaccionó.
―¡Si yo tuviera esa cara, también sería así de amargado!... ¡Y solo tengo un hijo!
Me senté para tratar de tranquilizarme. En un mismo día había pasado de saberme menospreciada, a experimentar un miedo que congelaba los huesos y finalmente a estar furiosa con el mundo. Luego de algunos minutos, otro sentimiento se instaló: la resignación.
En menos de media hora la única persona con la que podía convivir sin que mi aspecto físico interviniera, me vería, y seguro tomaría la decisión de alejarse. Cada vez hablaríamos menos, luego no tendría tiempo para iniciar conversaciones y un día ya no podría ni responder. Entonces, mi recuerdo empezaría a quedar enterrado bajo otros tantos nombres de chicas que poseían la confianza mínima para tener su rostro como foto de perfil.
Los minutos me resultaron pesados a la vez que apresurados. Antes de que lograra ponerle atención a lo que interesaba, el cómo le pediría ayuda, la media hora había transcurrido.
Con una exactitud cronometrada, lo vi entrar por la puerta principal de la estación. Estaba rodeado de otras personas, aun así, lo identifiqué de inmediato. Iba vestido con un pantalón negro y una camisa blanca, llevaba el mismo peinado de las fotos, y con un gesto curioso dirigía la mirada a cada figura con la que se topaba, de seguro buscándome.
Bajé el rostro. Creía que ya me había hecho a la idea de que me viera, pero otra vez me sentía ansiosa. Tuve que tomar valor durante varios segundos para alzar la vista, y cuando lo hice, como guiadas, nuestras miradas se encontraron.
Sus ojos dejaron de buscar.
Intenté mantenerme tranquila mientras él se acercaba hasta detenerse a menos de un metro de mí. Su atención se clavó en mi cara.
Me senté con la espalda lo más firme que pude y le devolví el gesto conteniendo las ganas de girar la cabeza. Odiaba encontrarme directamente con los ojos de alguien, me causaba una incomodidad enorme.