Vecino de número

Capítulo 7

 

 

El lunes de la semana siguiente tuve que ir a clases con una mochila vieja que había encontrado entre mis útiles antiguos. No quería pedirle dinero a mi madre, ya bastante tenía con pensar cómo decirle que me habían robado el celular y que necesitaba que me ayudara para comprar uno nuevo. Mis pocos ahorros llegaron a cero tras comprar varias cosas que me habían quitado, entre ellas dos libros de texto que necesitaba para trabajar los ejercicios en clase.

No conforme con la expresión desdichada en mi rostro (que tampoco contrastaba mucho con la usual), el profesor de química se puso a preguntarme por temas de la semana pasada que no recordaba y, sin los apuntes, el resultado fue un maestro formado en la vieja escuela que creía que me burlaba de él.

―Si fuera una alumna responsable, ya le habría pedido los apuntes a alguna amiga.

Si fuera una alumna sociable, más bien.

―Lo siento, para la próxima clase los tendré ―me disculpé por cuarta vez.

―Eso espero. Y eso va para todos, tal vez los otros maestros pasen estas cosas por alto, pero a mi clase nadie viene a hacer hora de siesta, ¿entendieron? ―Me lanzó una última mirada de advertencia y dio por terminaba la clase.

Como ese viejo, había tenido maestros que se enojaban al ver que los estudiantes se llevaban mejor con sus otros profesores y terminaban volviéndose más y más amargados, logrando que los quisieran aún menos.

Lo único que agradecí ese día fue cuando el timbre dio por finalizadas las lecciones de la mañana, porque no me sentía preparada para fingir interés durante otra hora.

Me levanté y me coloqué la mochila en ambos hombros, todavía paranoica por pensar que si hubiera llevado mi bolso así el viernes pasado no me lo habrían quitado con tanta facilidad. Apenas crucé la puerta del aula, una bola de papel se estrelló contra mi cara.

―Te presto mis apuntes ―dijo César.

Él y sus amigos se rieron, detenidos en medio pasillo, como si hubiesen estado esperándome.

Como mi estrategia lo dictaba, no iba a contestarles nada, viviría ignorándolos hasta que se cansaran. Ya me disponía a avanzar cuando una voz ronca respondió por mí.

―¿Tienes algún problema con la chica?

Al girarme, me encontré con un tipo que parecía más grande que cualquiera de último año, aunque traía el uniforme. Ya lo había visto antes en los pasillos, lo recordaba bien porque aquellos brazos repletos de tatuajes que se asomaban incluso por su cuello no eran un rasgo común entre los menores de edad.

Hasta yo me estremecí al escucharlo, y estuve segura de ver los músculos de César tensarse cuando el otro le puso el rostro en frente, con un aire cargado de amenaza al que solo le hizo falta un gruñido depredador.

―¿A ti eso qué mierda te importa?

César no se dejó amedrentar, mantuvo su pose firme al lado de sus dos compañeros que los acuerparon dejándole en claro a mi héroe que estaba en desventaja numérica. Desventaja que no le importó mucho, porque le dio unas palmadas en la mejilla a César con una sonrisa de desprecio.

―Búscame después del trabajo donde no te estén cuidado los profesores, a ver si eres tan valiente. Tú y tus perros.

Yo observé sorprendida la retirada poco digna del grupito que soltó algunos insultos pero ningún golpe ante semejante reto. No tuve tiempo de archivar la escena antes de que el grande se acercara en mi dirección y mi cuerpo no reaccionara distinto al de mi apreciado compañero que de seguro estaba llorando en un baño.

―Hola.

No fue él quien habló, sino una chica que se había aproximado por mi lado izquierdo, pero que yo no había notado hasta ese momento. Estaba sonriendo, lo cual me tranquilizó un poco. Solo un poco.

―Mi nombre es Adriana, mucho gusto. ―Luego señaló al grandote―. Y él es Cruz.

Cruz (¿uno se puede llamar Cruz?) hizo un gesto con la cabeza que debía significar un saludo en su cultura personal.  

―Yo soy Ámbar ―me presenté desconfiada.

La chica frente a mi también vestía el uniforme de último año. Tenía la piel negra y el cabello largo y acolochado. Lo llevaba amarrado en una cola alta, y el volumen de los rizos que le llegaban un poco arriba de la cintura la hacían ver imponente, como si tuviese una enorme melena de León. Poseía un rostro casi perfecto, de ojos oscuros y labios grandes.

Ella era un 7. Era hermosa, pero el color de su piel le haría la vida difícil cuando empezara a buscar trabajo y le dijeran «tienes algo que no nos convence» y en su lugar contrataran a la chica blanca con menor calificación, pero con más gracia para el puesto. Eso sin contar los millones de veces que escucharía comentarios como: «eres bonita para ser negra», «el cabello lacio es más formal, ¿no has pensando en aplanchártelo a ver cómo te queda?», «eres muy educada a pesar de que eres negra», entre otras grandes joyas de los países donde ya no existía el racismo.

Cruz, por otro lado, tenía un rostro atractivo, y sus tatuajes le cerrarían puertas a la vez que le abrirían otras. La piel marcada estaba de moda, así que tal vez un 8 estaba bien.



#35810 en Novela romántica

En el texto hay: amor juvenil, familia, amistad

Editado: 13.11.2023

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