Revisé los últimos detalles de mi celular y confirmé que estaba intacto. De seguro el ladrón lo había ocultado con el botín del día y no se había preocupado por quitarle la línea hasta que había leído el mensaje de Loris. Lo guardé en la parte más oculta de mi bolso y me apresuré para darle alcance a mi reciente salvador, que curioseaba las tiendas del centro comercial.
Había sido el único lugar al que se me ocurrió llevarlo. No estaba segura de si le gustaría ir a otros sitios y esa construcción llena de tiendas fue lo más neutral que se me ocurrió. Tampoco es que fuera grande, tenía dos pisos que no poseían nada fuera de lo común, pero servía para comer y ver alguna película.
―Me hiciste un gran favor, la verdad es que me estaba empezando a preocupar qué iba a hacer con el tema del celular, era mucho dinero.
―De nada, lamento no haber conseguido el resto, pero no se me ocurrió cómo hacerlo sin terminar cometiendo semi secuestro. ¿Te robaron algo más?
―Sí, ropa y algunas otras cosas. Pude comprar dos libros, pero me va a hacer falta otro.
―Yo te lo compro.
―¿Estás loco? ¿Por qué me lo ibas a comprar?
Loris dejó de ver las patinetas que estaban en exhibición para observarme.
―Puedo ser como tu sugar daddy… sin el sugar… y sin el daddy.
Estaba a punto de contestarle, cuando una tercera voz nos interrumpió. Era una señora de unos sesenta años que, sin llevar ningún símbolo, daba la sensación de ser una de esas mujeres religiosas y conservadoras. Un par de folletos en sus manos reafirmaban la idea.
―Disculpen, estamos hoy en este lugar para dar información sobre un tema importante a personas jóvenes como ustedes, ¿tienen un momento?
Ese debía ser mi día de suerte si en pocas horas ya se me habían acercado dos sectas para tratar de convencerme.
―Claro ―contestó Loris con una sonrisa.
―Para empezar, me gustaría preguntarles: ¿ustedes están a favor de la vida?
―Casi de ninguna ―dije.
Loris me observó y sonrió.
La mujer demostró en su gesto que no se esperaba esa contestación, pero continuó.
―Entonces, déjenme preguntarles otra cosa: ¿a ustedes les gustaría que los hubieran abortado?
―A mí sí ―dije.
―A mí me da igual.
Pareció pensárselo mejor porque agregó:
―Pero a mí no me gustaría que te hubieran abortado a ti, ¿quién sería mi vecina de número, entonces? No me importa mi caso, pero quiero que tú nazcas.
―No seas tonto, ¿si no naces tú entonces cómo vas a ser mi vecino de número? Qué más te dará que yo exista si tú no existes.
―Ah, verdad ―soltó Loris como si hubiera dicho algo impresionante―. Entonces, cancele mi aborto, por favor, sí quiero nacer. Y el de Ámbar también.
―Oye, ¿qué te pasa? Yo no he dicho que quiera nacer.
Él infló un poco las mejillas en un gesto que debo aceptar fue adorable.
―Mi nacimiento, mi decisión ―le dije sin dejarme convencer.
Los dos volteamos a ver a la mujer, que se mantuvo en silencio para luego cambiar su gesto de abuelita amable por uno de lobo vestido de abuela.
―Insolente ―le dijo a mi acompañante―. Y tú ―se dirigió a mí―… por lo menos tienes una excusa.
Después de esa despedida, observamos a la señora alejarse hasta llegar a un puesto pequeño donde se exponían textos religiosos.
―No deberían permitir esas cosas en estos lugares ―alegué.
Decidimos ir a la zona de las comidas, en específico a uno de esos sitios donde vendían jugos, batidos proteínicos y todas esas cosas que compra la gente que hace ejercicio para tomarse fotos. Había una tienda similar de camino al colegio y sus carteles con frutas enormes y jugosas me llamaban la atención, pero nunca me había atrevido a tomarme uno.
Podía ser patético, pero hasta probar una bebida nueva eran un montón de pros y contras para mí.
Nos sentamos en las mesas que estaban abiertas para cualquiera que comprara algo dentro del centro, y yo comencé a degustar con una curiosidad infantil. Sabía bien, había pedido un montón de frutas revueltas, pero el resultado no estaba mal.
―¿No eres religiosa, Ámbar?
Dejé de prestarle atención a mi licuado para toparme con su mirada atenta. Supuse que se refería a mi último comentario.
―No.
―¿No crees en nada de ese estilo?
Seguí tomando mientras pensaba qué contestar.
―No se trata de creer o no, es que, aunque existan dioses, no va a cambiar nada. Dios no se involucra en asuntos de humanos, así que qué más dará.
―¿Y nunca has creído?
Asentí.
―Antes sí, cuando estaba pequeña. Mis papás me llevaban a misa y rezaba todas las noches y tal, pero solo lo hacía porque, ya sabes, tu mamá te dice que lo hagas. Cuando las cosas cambiaron, mis oraciones se volvieron sinceras. Creo que tienen que haber sido las más sinceras que una niña de mi edad podía lograr. Realmente le pedía a Dios con mi corazón que todo volviera a ser como antes.