El fin de semana fue un ciclo en que pensaba en lo que me había dicho aquel tipo, me enojaba, me entristecía, me convencía de no pensar más en ello, y antes de que me enterase ya estaba reproduciendo toda la escena en mi mente de nuevo. Por supuesto, todo eso iba al lado de las posibles soluciones que le hubiera dado al conflicto si no fuese una cobarde que apenas se pudo mantener en pie. Incluso me imaginaba lanzándolo desde la ventana y viéndolo morir. Y después venía otra vez la rabia, y luego la tristeza…
Durante las clases del lunes, Iris, que había desarrollado una cierta simpatía hacia mí, me había perseguido para sentarse a mi lado y preguntarme qué me ocurría. Yo había accedido a contarle que había estado en una fiesta y las cosas no salieron bien, pero nada más. El resto de las clases me las había pasado en silencio, anotando cada palabra que cualquier profesor dijera para no tener tiempo de seguir preocupándome.
En el recreo antes de las últimas dos lecciones, Adriana, la chica de la inclusión, se aproximó a nosotras para volverme a invitar a sus actividades. Supongo que en el fondo solo quería acercarse a mí y tratar de entablar una relación porque yo le daba lástima.
Las personas tenían una concepción negativa de la lástima, por cierto, pero yo no creía que fuese algo tan malo. Para empezar, implicaba que no estabas frente a un psicópata, un dato por lo menos útil, además de ser un sentimiento bastante inofensivo.
El desprecio, por otro lado…
―¿Qué le pasa? ―preguntó Adriana al verme decaída.
Yo estaba con la barbilla apoyada sobre la mesa y los brazos saliéndose a cada lado de la silla, una posición incómoda, pero significativa.
―Fue el viernes a una fiesta, pero no le fue bien y no me quiere contar ―explicó Iris.
Adriana miró a Iris y después me enfocó a mí, con un gesto pensativo.
―Hola, ¿qué pasa? ¿Reunión de chicas vírgenes? ―esa fue Gina, la pelirroja, que apareció forzando su cabeza entre Iris y Adriana curiosa por ver a quién ocultaban―. Ah, hola, Ámbar. ¿Por qué la cara?... Por lo deprimida, me refiero, no por…
―Se siente mal ―se apresuró a contestar Iris.
Gina me observó con un gesto distinto al de Adriana. Era una mirada profunda, reflexiva.
―¿Tienes diarrea?
Yo golpeé mi frente contra la mesa.
―¿Por qué diarrea? ―preguntó Adriana extrañada.
―Porque se siente mal.
―¿Esa es la única razón que conoces para que alguien se sienta mal?
―Aceptemos que es una de las peores.
Justo cuando Adriana y Gina se iban a embarcar en una plática sobre si el origen de mi malestar tenía razones escatológicas, el timbre que daba inicio a la última clase sonó, y el grupito se dispersó. Solo Iris se sentó a mi lado como hacía varios días.
Me reincorporé para tomar los apuntes de la materia. Me sentía mejor, en realidad, hasta pude prestar atención a algunos ejercicios, algo imposible horas antes.
Como mi mente estaba despejada, otras dudas me asaltaron, dudas relacionadas con Loris.
Durante el fin de semana no me había enviado ningún mensaje, quizá enojado conmigo por no haber asistido a la fiesta. Yo tampoco había sido capaz de hablarle. Las palabras de aquel tipo, esas con las que se había despedido advirtiéndome sobre no acercarme más a su amigo, me provocaban un temor que no me dejaba teclear ni un saludo.
Normalmente supondría que era solo un idiota haciéndose el duro, pero el que me hubiera golpeado sin detenerse a pensarlo me hacía suponer que no era tan inofensivo como una amenaza lanzada porque sí.
Durante el resto de las lecciones, incluso si anotaba, no dejaba de pensar en ello. ¿Tendría que cortar toda relación con mi vecino de número por esa advertencia? Y si me negaba, ¿sería capaz ese tipo de hacerme algo o solo fanfarroneaba? Entre más lo pensaba, más finales imaginaba. Unos buenos y otros terribles. Y es que, aunque no me di cuenta hasta ese punto, pensar en no encontrarme más con Loris me entristecía. Era como arrancar una pieza de mi vida que ya había logrado encajar.
Me despedí de Iris cuando la clase terminó y caminé por los pasillos con la preocupación rondándome los pensamientos.
Era una regla básica de la supervivencia prestarle atención al mal mayor, pero yo había olvidado otra importante: que incluso si había un mal mayor, los otros no dejaban de existir. Y me vi obligaba a recordar la existencia de mis otros males cuando, al avanzar unos metros más allá de la salida del colegio, en medio de una zona pedregosa, advertí una congregación entre la cual se encontraban algunos rostros con los que hubiera preferido no toparme.
Frené. Quise darme la vuelta con disimulo para escapar de la mirada de los dos amigos de César que tenían bastante gente alrededor, pero al girarme con el corazón latiéndome apresurado, solo me encontré con que mi peor pesadilla en ese colegio estaba ahí, sonriendo furioso. Aun si yo me había olvidado de él por unos días, estaba claro que César no había contemplado la posibilidad de dejar las cosas por la paz.