Vecino de número

Capítulo 20

 

 

Abrí mi boca lo más grande que pude, como el doctor me ordenó, y sentí una paleta de madera presionando mi lengua con fuerza. Miré hacia arriba y me topé con el techo del hospital, con su tono blancuzco que se extendía por las paredes, las cuales a veces eran interrumpidas por alguna línea de color que contrastaba con los tonos pétreos del ambiente, pero no llegaban a hacer el sitio más alegre.

―Ya puedes cerrar ―me indicó sacando aquel artefacto de mi boca, lo cual agradecí.

Tuve que ensalivar mi lengua porque se había secado.

―¿Qué es lo que tiene? ―preguntó mi madre, quien también se encontraba en la habitación.

―No tiene nada ―dijo él guardándose la linterna que había usado en el bolsillo de su bata―. Está perfecta.

―¿Entonces por qué no habla? ¿Es porque no quiere?

El doctor, que debía rondar los sesenta años, me observó con un gesto compasivo. Yo le devolví la mirada sin intentar transmitirle ninguna emoción.

―No es exactamente que no quiera… ―Guardó silencio unos segundos―. No es nada grave, no se preocupe, pero este tipo de temas tiene que hablarlos con otro especialista. Seguro que pronto encontraremos una solución, ¿verdad?

No respondí.

―Está bien, muchas gracias, doctor.

No habría necesidad de tratar nada. Ya lo había decidido, dejaría que me internaran en un hospital psiquiátrico y viviría tranquila allí, lejos de la civilización. El castigo para mis padres por lo que habían hecho (y por lo que no habían hecho) sería pagar por siempre mi estancia en esa institución, mientras yo me dedicaba a descansar.

Ya no habría malos tratos ni miradas sorprendidas o de desprecio. La enfermera que me llevaría la comida a la habitación y me avisaría de la hora del baño finalmente se acostumbraría a mi naturaleza monstruosa, y con los días, con las semanas, ni le tomaría importancia, incluso dejaría de mirarme a los ojos y cumpliría con sus labores para poder ganar el dinero que le permitiría disfrutar los fines de semana lejos de mí.

Y yo disfrutaría estar lejos de ella, y de cualquier otra persona. Mis tiempos de convivencia social serían cada vez más limitados, y me dedicaría a imaginar miles de vidas donde era un ser menos horrible.

―Ámbar, sé que es complicado para ti hablar ahora, entiendo que estás enfadada.

El problema sería terminar en uno de esos lugares hacinados, con setenta camas por habitación. Aunque eso lo resolvería siendo el monstruo que soy y obligándolos a que me encerraran en una de esas habitaciones de paredes acolchadas. Hasta podía imaginar la textura esponjosa que me recibiría. A lo mejor quemaría las camas de los otros o, por qué no, me comería a alguien. Ya tenía experiencia en eso.

―Yo también me siento… extraña, por todo lo que ha pasado.

Si hacía falta, haría que me recetaran de todas esas pastillas que desfilaban en los hospitales psiquiátricos… y en los supermercados. En esa clase de lugares, de cualquier modo, si entrabas cuerdo no ibas a tardar mucho en volverte parte de la dinámica de los gritos y los llantos. Por mi parte, esperaba poder conseguir un espacio donde los sonidos no se colaran por las paredes de cemento para luego traspasar las del cráneo. No, no, me encargaría de que no fuera así. Si no, me comería a los que me molestaran.

―Pero quiero que sepas que, a pesar de todo, cuando al fin quieras hablar, yo voy a estar para ti.

Quizá no viviría mucho, pero ¿es mejor vivir mucho o vivir bien? Yo creía que lo segundo. Otra ventaja era que, a diferencia de las personas a quienes el tema les provocaba una carga que trataban de olvidar pero que en algún punto volvía a colocarse sobre sus hombros, yo ni sabría diferenciar el estar viva del estar muerta, así que no tendría miedo de los finales.

―Ya estoy aquí, ¿qué pasó?

Dejé de prestarle atención a mi monólogo mental al escuchar una tercera voz que reconocí incluso sin voltearme. Mi mirada se quedó clavada en la ventana de la habitación mientras oía a mi padre dar excusas sobre por qué no había podido llegar antes.

Me imaginé a la perfección cada diálogo que se desarrollaría, los gritos de ambos tratando de culparse mutuamente por tener tan mala hija, y sus ocasionales intentos de volverme parte recordando que uno me amaba más que el otro.

Esperaba lo de siempre, pero no sucedió como creí.

Mi mamá se quedó en silencio para después hablar con una voz susurrante.

―Está bien. Ámbar, iré a tomarme un café y en un rato regreso.

El sonido de sus tacones me indicó que en verdad se estaba alejando del cuarto. En algún punto, dejé de prestarle atención a ese ruido, y percibí el ambiente propio de los hospitales, con pisadas yendo y viniendo, y ocasionales conversaciones esporádicas, poco animadas, que se colaban desde los pasillos.

Mi papá se acercó y se sentó en la cama provocando que la orilla del colchón se hundiera de su lado. Sin verlo, supe que estaba incómodo y no hallaba cómo iniciar una conversación.



#39261 en Novela romántica

En el texto hay: amor juvenil, familia, amistad

Editado: 13.11.2023

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