Estaba mareada.
Las náuseas aumentaban junto a los minutos de viaje, y yo seguía con la cabeza entre las piernas, sentada en el lugar del copiloto y mirando hacia abajo, como Esteban me había ordenado. No comprendía si trataba de confundirme o si era el camino regular, pero sentía que el auto daba muchas vueltas y mi estómago se sentía en su límite. No iba a soportar ni un minuto más.
―Si no me dejas levantar la cabeza, me voy a vomitar.
―Si lo haces y tengo que limpiar de todos modos, no me molestaría quitar también las manchas de sesos.
Bueno, quizá soportaría cinco.
Para mí suerte (aunque era extraño hablar de suerte en esa situación) no pasó mucho tiempo antes de que nos detuviéramos. Esteban me ordenó bajar, y yo obedecí sin hacer movimientos bruscos. No me entusiasmaba el tener que aderezar esa situación con el olor a vómito en mi propia ropa.
Nos detuvimos frente a una construcción de apartamentos pequeños; pude contar ocho puertas divididas en dos plantas. Dentro de todo, el que no me hubiese llevado a una carretera desértica me permitió sentirme un tanto más tranquila, pero al mirar con atención noté que tampoco era un lugar concurrido. La carretera tras nosotros era de dos carriles, y al mirar a los lados hallé un par de negocios que estaban cerrados, tal vez en abandono.
Me reproché el ser tan despreocupada y no haberme interesado por conocer mejor la ciudad en la cual vivía desde el inicio del año. Desde que nos montamos al auto, habían transcurrido unos cuarenta minutos, eso quería decir que no estábamos tan lejos del centro. El problema era que no tenía idea de dónde estábamos y mucho menos cómo se llamaba la calle.
Intenté ubicar algún punto memorable con la mirada, pero sentí un empujón en el hombro.
―Que te muevas te dije.
Un manojo de llaves apareció frente a mi ojo. Caminamos un par de metros para llegar a la segunda puerta desde la derecha en el primer piso y él me ordenó que buscara la llave correcta. Ninguna tenía marca así que probé una por una, mientras mis pensamientos emergían torpes y temblorosos, al igual que mis dedos. Por fin la cerradura cedió y sentí el frío de la pistola sobre mi piel una vez más, en esa ocasión en mi brazo.
―Dame las llaves, después entra.
Obedecí. Podía tener muchos defectos, pero uno de ellos no era el positivismo. Intentar defenderte o tomar por sorpresa a alguien que te está apuntando con una pistola mientras estás de espaldas era una situación que solo podía terminar bien en una película con un pésimo guion y un forzado final feliz.
Abrí la puerta y temí lo peor.
Lo peor se estaba reservando para otro momento, al parecer, porque me encontré con el interior de un apartamento sencillo, nada de hachas ni instrumentos de tortura. El sitio era individual, con una cama al fondo y una pequeña zona que funcionaba como sala. Dividiendo la sala y el espacio de la cama había un tipo de desayunador y suponía que una cocina escondida, que no se veía desde esa perspectiva, y finalmente otra puerta que debía ser el baño. Desde que entrabas, podías ver casi todo con una mirada rápida.
En la sala había un sillón de color café y una mesita al lado. Esteban se sentó ahí y me pidió que me ubicara frente a él, en el suelo. Barajeé posibilidades para zafarme de eso, pero sin tiempo para pensar algo que funcionara, obedecí. La entrada estaba cerrada con llave, así que correr no serviría. Había una ventana al lado de la puerta, pero era pequeña y tenía barrotes, así que también estaba descartada.
Suspiré. Estaba intranquila, pero no en pánico. Esteban tenía la pistola en su mano derecha y con la izquierda jugaba con su labio superior, mientras todo su rostro reflejaba un gesto pensativo.
―No podías quedarte callada, ¿verdad? ―habló luego de unos minutos―. Solo tenías que decirme que se lo pedirías a Loris, pero no, necesitabas demostrar tu superioridad. Eres ese tipo de persona.
―Lo siento ―dije en voz baja.
―¿Ahora te disculpas? ―Rio sin gracia―. Ni siquiera lo intentes. Seguro estás pensando, «ah, este tipo llegó a su límite, si lo manipulo un poco seguro logro que se dé un tiro a él mismo», ¿algo así, verdad? Pero no, Ámbar, sigo cuerdo, como nunca en mi vida.
―Lo sé, y no pretendo que lo dejes de estar. Tu cordura es lo único que me está salvando de que me des un tiro.
―Es bueno que lo entiendas.
Mientras los segundos transcurrían, empecé a dudar. Los silencios dementes de ese chico me ponían nerviosa, y no sabía si era lo que intentaba o realmente estaba descendiendo hacia la locura. Su mirada, antes salvaje, estaba pérdida, y temí que estuviera haciendo un repaso de pros y contras de decorar ese lugar con mi interior.