Vecinos con historia

Ascensor

Martina ..

Primero el silencio.
Ese silencio incómodo de ascensor, donde uno mira el piso, el otro el techo, y nadie sabe si hablar o hacerse el que revisa el celular.

Yo opté por lo segundo. Hernán estaba a mi lado, con esa manía de pararse recto como si le fueran a sacar una foto para LinkedIn en cualquier momento.

De repente, un sacudón. La luz titiló, el ascensor se frenó en seco y las puertas no se abrieron.

—¿Eh? —alcancé a decir, apretando el botón de “abrir puertas” como si eso fuera a funcionar. Nada.

Una voz desde el portero eléctrico del ascensor habló tranquila:
—Chicos, ya avisamos al técnico. Va a tardar un rato, calculen… dos horas.

Dos horas. Con él. Encerrada.
Perfecto. Destino, ahora sí que te pasaste de creativo.

Al principio me lo tomé con humor.
—Bueno, Hernán… ¿qué tal, eh? Tu primera emergencia porteña. Bienvenido al club.

Él apenas sonrió, incómodo. Después empezó a caminar de un lado al otro del metro cuadrado que teníamos. Se notaba que odiaba estar encerrado.

Pasaron los minutos. Y entre la incomodidad y la falta de aire fresco, la tensión subió.

—Martina —dijo de golpe, mirándome fijo—. Estás siendo injusta conmigo.

Lo miré como si hubiera dicho que Boca juega de verde.
—¿Injusta? ¿Yo?

Él asintió.
—Sí. Me estás haciendo la vida imposible en el trabajo. Con esas bromas, esos comentarios… hasta delante de todos me expusiste. Yo… yo estoy tratando de demostrar que cambié, y vos no me das ni una oportunidad.

Y ahí me salió todo, como si hubiera estado guardado en un cajón con llave.

—¿Injusta? ¿Vos me decís injusta a mí? ¿Ya te olvidaste de lo que me hiciste en la secundaria? —mi voz se quebró, pero seguí—. ¿Las veces que me llamaste gordavaca? ¿Las veces que me tiraste del pelo? ¿Los chicles en el banco? ¿La silla corrida para que me caiga delante de todos?

Él abrió la boca, pero no lo dejé hablar.

—¿Sabés lo que fue llegar a casa todos los días llorando? ¿Sabés las veces que me miré al espejo pensando que nadie me iba a querer nunca? Porque ustedes me lo repitieron tantas veces que me lo terminé creyendo.

Cada palabra que decía lo dejaba más pálido.
Yo sentía que le estaba dando cachetazos, piñas, todo lo que nunca pude darle antes.

—Así que no me digas injusta, Hernán. Sí, capaz que no estoy actuando como la jefa perfecta, capaz que me estoy pasando un poco… pero ¿sabés qué? Todavía duele. Y por un momento pensé que si te hacía pasar un poco de lo que yo pasé, iba a sentirme mejor.

Me apoyé contra la pared del ascensor, agotada.
—Pero no. No me hace sentir mejor. Al contrario. Tenías razón Nicolás: esa Martina que lloraba no quería que nadie más sufriera lo mismo. Ni siquiera vos.

El silencio fue tan pesado que parecía un tercero encerrado con nosotros.

Él respiró hondo.
—Martina… tenés razón. Fui un imbécil. Te juro que cada cosa que te hice me pesaba después. Pero era un pendejo estúpido que pensaba que así iba a ser popular. Y al final, cuando realmente necesité a esos amigos, ¿sabés qué? No estuvo ninguno.

Me miró con una sinceridad que no recordaba haber visto nunca en él.
—Perdón. De verdad, perdón. No hay día que no me arrepienta. Y sí, cambié. No soy ese chico. No quiero serlo nunca más.

No contesté. Solo lo miré. El ascensor volvió a sacudirse, esta vez para arrancar. La luz se estabilizó y las puertas se abrieron en nuestro piso.

Salimos juntos en silencio. Caminamos por el pasillo hasta nuestros departamentos. Los dos pusimos la llave al mismo tiempo. Antes de entrar, nos miramos. Largo, intenso, sin palabras.

Y después, cada uno cerró su puerta.

Pero mi corazón seguía latiendo como si todavía estuviera atrapada allá adentro con él.

Continuará 😉




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.