Hernan...
No dormí nada. Casi nada.
Las palabras de Martina en el ascensor me quedaron retumbando como un eco insoportable. Cada cosa que me tiró —como si fueran piñas, directo al pecho— volvió a mí con imágenes de la secundaria. Ella llorando en el baño. Ella tragándose comentarios crueles. Yo, riéndome como un idiota solo para encajar con los demás.
“Qué pelotudo, Hernán. Qué pelotudo fuiste. Ni siquiera era divertido. Era pura cobardía”.
Me revolví en la cama hasta que amaneció. Y cuando salí a la calle rumbo a la oficina, lo único que podía pensar era: ¿cómo carajo hago para demostrarle que cambié? Porque cambié. No soy ese pibe de antes. Pero las marcas que le dejé… esas siguen ahí, y no sé si alcanzan mil disculpas para borrarlas.
Llegué temprano. Necesitaba enfocarme en el laburo, al menos distraerme. Había reunión de marketing, un proyecto nuevo. Todos estaban excitados tirando ideas. Yo me forcé a meterme en la dinámica, aportar lo mío.
Pero en todo momento, mis ojos buscaban a Martina.
Y la vi distinta.
Ya no estaba con esa chispa irónica, con esas bromas que me dejaban pagando frente a todos. No. Estaba… apagada. Tranquila, sí, pero de una forma que no me gustó nada. Como si hubiera bajado todas las defensas de golpe y ya no tuviera ganas de pelear.
“¿Y si en realidad no bajó las defensas, sino que se cansó de mí? ¿Y si me dejó de lado, así de simple?”
Me costó concentrarme el resto del día. Porque verla seria, distante, me pegó más que todas sus bromas juntas.
Cuando terminó la jornada, la esperé en la salida. No podía quedarme con la duda.
—Martina —la llamé.
Se frenó, pero no me miró a los ojos.
—¿Qué te pasa? —le pregunté, medio ansioso—. Estuviste todo el día como… no sé, ignorándome.
Ella soltó un suspiro y me miró apenas, con esa mezcla de cansancio y dureza que me dejó helado.
—No pasa nada, Hernán. Te dije que no te iba a molestar más, ¿no? Bueno, estoy cumpliendo. Quédate tranquilo, las bromas se terminaron. Nos vemos mañana.
Y sin más, se fue. Pero no hacia el edificio. No. Caminó en otra dirección, como si necesitara huir de todo, incluso de mí.
Me quedé parado, con la mochila al hombro, mirando cómo se alejaba.
“¿Qué carajo pasó? ¿Por qué siento que me falta algo cuando no me habla, cuando no me jode, cuando no se ríe?”
Esa noche, de nuevo, no pude dejar de pensar en ella. Pero esta vez no por las heridas que le dejé… sino porque la extrañaba. Extrañaba hasta sus chicanas. Y darme cuenta de eso me dejó peor que antes.