Hernán
Llegar a la oficina ese día se sintió diferente. No sabía si era por mí, por ella, o por el simple hecho de que quería que algo cambiara de verdad. Nada de bromas torpes ni comentarios improvisados: hoy tocaba actuar.
El proyecto que nos habían asignado todavía estaba en fase de planificación, pero había una sección clave que requería precisión y dedicación. Normalmente me hubiera quedado en mi rincón, dejando que Martina tomara el control. Hoy no.
—Martina, estuve revisando los datos de la campaña —empecé, tratando de sonar seguro— y pensé que podríamos reorganizar las prioridades. Si me dejás, me encargo de los análisis del público objetivo y los reportes de métricas. Así vos te concentrás en la propuesta creativa.
Ella me miró un segundo, evaluando, y por primera vez sentí que no había desconfianza absoluta en sus ojos.
—Está bien —dijo finalmente, casi sin entusiasmo, pero lo suficiente como para dejarme ver una rendija—. Hacé eso, Hernán. Yo me encargo del resto.
Tomé aire y empecé a trabajar, intentando demostrar con hechos que no era el mismo pibe que ella había conocido antes. Revisé los números, hice gráficos claros, preparé un borrador de presentación. Todo limpio, organizado, sin errores. Cuando le mostré lo que había hecho, ella levantó la mirada de su laptop y soltó un:
—No está mal. Gracias.
Ese simple “gracias” me dio un impulso que no esperaba. No era solo reconocimiento profesional; era algo más. Una pequeña señal de que podía reconstruir la confianza que había perdido.
Sofi apareció en ese momento, con su típico entusiasmo, trayendo un par de cafés:
—¡Jefecita! Te traje el tuyo con la cantidad exacta de azúcar que te gusta, y para vos también, Hernán —dijo guiñando un ojo—. Porque alguien tiene que mantener este dúo funcionando sin que se maten.
Martina soltó una risita casi imperceptible, y yo la miré con ojos de “gracias por esto”. Sofi se fue antes de que pudiera decir algo, dejándonos solos nuevamente.
Seguimos trabajando. Cada comentario que le hacía a Martina era profesional, pero trataba de que la conversación fluyera, preguntando su opinión, valorando sus ideas. Ella, lentamente, empezó a abrirse un poco más, compartiendo sugerencias y pequeñas correcciones.
Al final de la jornada, mientras guardábamos nuestros papeles, me animé a hablar:
—Martina… solo quería que supieras que voy a seguir haciendo esto. No es un gesto de hoy, quiero demostrarte que realmente estoy cambiando.
Ella me miró, seria pero con un dejo de curiosidad:
—Lo sé, Hernán. La única forma de que crea que cambiaste es viendo tus actos.
—Entonces vas a verlos —respondí, con seguridad—. Desde hoy en adelante.
Y mientras me despedía, sentí que algo se movía. No era solo mi sensación; había algo en su mirada, en la manera que me había confiado una parte del proyecto, que me decía que estaba empezando a confiar de verdad.