El café de la mañana no me alcanzaba para borrar el insomnio de anoche. Las palabras de Hernán seguían dando vueltas en mi cabeza, como si se hubieran quedado grabadas en el techo de mi cuarto: “Te prometo que esta vez mis actos van a hablar por mí.”
Entré a la oficina más seria que nunca, decidida a concentrarme en el proyecto y no dejarme distraer. Pero ahí estaba él, sentado en su lugar, revisando unos papeles con una concentración que no le había visto nunca. No hizo chistes, no buscó mi atención con un comentario fuera de lugar. Solo trabajaba.
Me sorprendió. Y aunque me repetí que no debía notarlo, lo noté.
En la sala de reuniones, cuando tocó presentar avances, Hernán tomó la palabra. Fue claro, conciso, hasta convincente. Lo escuché hablar y pensé: ¿este es el mismo que siempre se las daba de canchero?
—Martina, ¿me ayudás a revisar la propuesta de segmentación? —me preguntó, en tono respetuoso, sin ironía.
Asentí, todavía procesando el cambio.
Pasamos buena parte de la mañana afinando detalles. Yo le marcaba cosas, él asentía, corregía, volvía a preguntar. No hubo cruces, no hubo tensión rara. Solo trabajo en equipo. Y en algún momento, cuando revisábamos juntos la pantalla, me descubrí observando de reojo su expresión concentrada… y tuve que apartar la vista rápido, incómoda conmigo misma.
Al mediodía apareció Sofie con sus cafés.
—Jefecita, acá está el tuyo, como te gusta. Y el tuyo también, Hernán. —Los dejó sobre la mesa y agregó, con esa sonrisa suya que siempre parece saber más de lo que dice—. Qué lindo verlos trabajar así, parecen un equipo de verdad.
Sentí un calor extraño subir a mis mejillas.
—Gracias, Sofi —atiné a decir, como si nada.
La tarde pasó tranquila. Hernán no buscó provocarme ni con la mirada. Y esa calma, en lugar de darme paz, me descolocaba más. Porque empezaba a preguntarme si, quizás, de verdad estaba intentando cambiar.
Cuando terminó la jornada, guardé mis cosas y me crucé con él en la puerta del ascensor.
—Buen laburo hoy, Martina —me dijo con simpleza.
—Igualmente —respondí, corta, y entré al ascensor.
Pero mientras bajábamos juntos en silencio, sentí una punzada en el pecho. Por primera vez en mucho tiempo, no quería pelear con él. Y eso me asustaba más que cualquier recuerdo del pasado.