Hernán
El día arrancó con un nudo en el estómago que no me abandonaba. No por el proyecto ni por la carga de trabajo, sino por ella. Por cómo, después de lo que había pasado bajo las estrellas, todavía estaba ahí, casi impasible, mirándome con esos ojos que no terminaban de confiar.
La reunión con el director de marketing empezó puntual. Martina presentó su propuesta de segmentación, con sus gráficos, sus ideas claras y bien pensadas. Pero al primer comentario crítico del jefe, noté cómo su postura se tensaba, cómo su voz buscaba fuerza y la duda aparecía entre líneas.
—Hernán, ¿qué opinás de esto? —preguntó el jefe, con ese tono que no admite errores.
—Creo que la propuesta de Martina tiene sentido —respondí, apoyando mi voz en hechos concretos—. Los datos muestran que si priorizamos este segmento, podemos lograr un alcance mayor y más sostenido. Además, la idea de combinarla con la campaña digital complementa perfectamente la estrategia general.
El director levantó una ceja, evaluando mi argumento. Martina me miró un segundo, sorprendida, casi como diciendo ¿en serio estás haciendo esto?
—Bien, Hernán —dijo finalmente—. Veamos cómo se desarrolla la implementación.
Yo sentí un alivio inmediato, pero también algo más profundo. No me estaba luciendo a mí mismo. No era un gesto para impresionar a nadie. Era proteger su idea, respaldarla, y demostrarle que podía confiar en mí.
Cuando terminamos la reunión, Martina se quedó revisando unas notas. Me acerqué:
—Hoy… no sé si confiaste en mí —dije, con cuidado—, pero quería que sepas que voy a seguir haciendo esto. No por mí, sino por vos.
Ella levantó la mirada y me dio un pequeño asentimiento. No dijo nada, pero esa simple señal valía más que cualquier palabra. Por primera vez sentí que algo estaba cambiando, que mi esfuerzo comenzaba a llegar a ella.
Al salir de la sala, pensé en lo que le había prometido bajo las estrellas. Y por primera vez, sentí que mis actos podían hablar más fuerte que mis palabras.
Continuará 😉