Hernan...
Cerré la puerta de mi departamento y me quedé quieto un segundo, apoyado contra la madera. No podía creerlo. Martina me había invitado a cenar. Martina. Esa mujer que parecía hecha de hielo en la oficina y que hasta hacía unos días me ignoraba como si yo no existiera.
Sonreí solo, con esa mezcla rara de sorpresa y alegría. Y también de nervios.
Agarré el celular:
—¿Qué vino te gusta? ¿Dulce? —le escribí.
La respuesta no tardó en llegar.
—Sí. Definitivamente dulce. Tinto y dulce.
Listo, ya tenía una misión.
Me bañé, y mientras me secaba el pelo, me miraba en el espejo como un idiota. Probé tres remeras distintas, dos camisas y hasta pensé en ponerme zapatos, pero me terminé riendo solo. “Relajá, Hernán, no es una cita… ¿o sí?” Al final me quedé con lo más simple: jean, remera y una campera.
Faltaba poco para las ocho, así que bajé al kiosco a preguntar por un vino. Justo me crucé con Nico en la esquina.
—Che, ¿dónde puedo comprar un buen vino? —le pregunté.
Me miró con una sonrisa pícara.
—Depende… ¿es para tomar solo o para una buena compañía?
Me hice el boludo y me reí.
—Dale, pasame la data.
—A la vuelta hay una despensa. Pedí el de la etiqueta bordó, no falla.
Lo compré y volví a casa con el tiempo justo. Apenas me di cuenta, ya estaba parado frente a la puerta de Martina. Golpeé.
Cuando abrió, sentí un golpe en el pecho. Una piña en la patada, como decimos nosotros. No era la Martina de la oficina. Era otra. Tenía el pelo suelto, un vestido sencillo que la hacía ver… no sé, distinta. Más cercana. Más mujer real que jefa imbatible. Y un maquillaje leve que apenas resaltaba lo que ya tenía. Estaba deslumbrante.
—Llegaste puntual —me dijo con una sonrisa chiquita.
—Soy un tipo cumplidor —le respondí, intentando sonar relajado aunque por dentro estaba temblando.
Entré y miré alrededor. El departamento era parecido al mío en tamaño, pero completamente diferente en alma. Había fotos en las paredes, música suave sonando de fondo, un aroma delicioso saliendo de la cocina. Tenía calidez. Tenía su esencia.
—No me digas que estás haciendo fideos con tuco —bromeé.
—¡Exacto! —se rió ella—. Esa es mi especialidad. Igual también hice pesto, por las dudas. Y traje un queso de Pergamino que es ideal para esto.
—Wow… me malcriaste. —Le di el vino—. Te traje esto.
—Uy, qué rico. —Lo llevó a la heladera—. Lo dejamos enfriar un poquito.
Nos sentamos y, mientras ella iba emplatando, la charla empezó a fluir. Me contó cómo fue dejar Pergamino, llegar a Buenos Aires para estudiar en la universidad, lo duro que fue el primer año, cuánto lloraba extrañando a su familia. Cómo poco a poco se fue acostumbrando, persiguiendo sus sueños, hasta llegar a la empresa.
Yo la escuchaba en silencio, sorprendido. Esa parte de Martina no la conocía nadie en la oficina. De repente no era la jefa distante: era una mujer que había dejado todo por su futuro.
—¿Y nunca pensaste en volver? —le pregunté.
—Muchas veces —me dijo, mirando el plato—. Pero cada vez que flaqueaba, me recordaba que estaba construyendo algo propio. Y acá estoy.
Hablaba con sinceridad, sin barreras. Y yo, por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba conociendo a la verdadera Martina.