Los platos quedaron sobre la mesa y apenas Martina me dejó el queso cerca, ataqué como un desesperado.
—Che, pará —se rió—, ¡te vas a tapar las arterias!
—No, olvidate, esto es vida —respondí, rallando como si no hubiera un mañana—. En Pergamino siempre me retaban por lo mismo.
—Sos un nene grande, Hernán —dijo, pero con una sonrisa que me hizo sentir… raro. Cálido.
El primer bocado fue una gloria. Levanté la vista y ella me observaba, esperando mi veredicto.
—Martina… estos fideos con tuco son un diez. Bueno, un diez y medio.
Se rió bajito. Esa risa que no era la de oficina.
Entre bocado y bocado, la charla se fue soltando.
—¿Sabés qué extraño de Pergamino? —le dije—. La calma. Acá todo es bocinas, colectivos, gritos… Allá, en cambio, el silencio de la siesta era sagrado.
—Sí… —suspiró ella—. Yo también extraño eso. Y las tardes en casa de mis abuelos, las sobremesas eternas. Y las cartas de mis amigas… todavía las guardo.
—¿En serio?
—Sí, y fotos también. Soy medio nostálgica, ¿viste?
Me la quedé mirando. Esa era la Martina que nadie conocía. No la jefa impecable de siempre, sino la mujer que había dejado atrás todo lo que amaba para estar acá.
Hubo un silencio. El tipo de silencio que no incomoda, que más bien te invita a quedarte ahí, compartiendo.
Yo estaba a punto de decir algo, pero ella cortó el momento con un comentario al pasar:
—Eso sí, no te encariñes tanto, eh. Que no se te haga costumbre venir a comer fideos.
—Demasiado tarde —le contesté, y ambos nos reímos.
Abrí el vino, y ella sirvió dos copas.
—Bueno —dije, levantándola—, brindemos.
—¿Por qué?
—Por… lo que sea. Por este momento.
Chocamos las copas suavemente. No hizo falta agregar más. En esa mirada que me devolvió, sentí que algo empezaba a cambiar.
---continuara---