El patio estaba medio a oscuras, con esas luces amarillentas que apenas alumbraban las mesas y un par de bancos de madera. Se escuchaba de fondo la música, pero ahí afuera todo era más calmo. Martina se acomodó el saquito sobre los hombros y respiró hondo.
—¿Viste cómo está tu abuela? —me dijo, sonriendo—. Está feliz, se le nota en los ojos.
—Sí… —respondí, mirando al salón a través del vidrio—. Es como si nada hubiera cambiado. La misma casa, la misma energía… y las mismas masitas de siempre.
Martina se rió, y ese sonido me golpeó más fuerte que la música. Hacía tanto que no lo escuchaba de cerca, tan natural, que me quedé quieto un segundo, solo disfrutándolo.
—¿Sabés qué me pasa? —me dijo, bajando un poco la voz—. Volver acá… me remueve todo. No solo la infancia, sino también lo que vino después. Todo lo que dejamos de ser.
Me quedé mirándola. Tenía esa mezcla de nostalgia y dulzura en la cara, como si estuviera peleando contra sus propios recuerdos.
—Yo también lo siento —confesé—. Y te juro que nunca pensé que iba a volver a estar con vos en un lugar así. Menos después de todo lo que pasó.
Martina bajó la mirada, como si le costara sostenerla.
—Cuando éramos chicos, Hernán… vos eras mi mejor amigo. El que me esperaba para jugar, el que me compartía la pelota. Y después… —se detuvo, apretando los labios— después todo cambió.
Me dolió escucharla, pero no me escapé.
—Lo sé. Y todavía me pesa. Pero si sirve de algo… estoy intentando que cambie de nuevo.
Ella levantó la vista y me encontró con esos ojos que parecían ver más de lo que yo decía.
—Una parte mía quiere creerte. Y otra… todavía no puede.
Quise acercarme, decirle que no la iba a defraudar, que no iba a volver a ser el pibe que la lastimó. Pero me frené. Tal vez lo mejor era dejar que los actos hablaran.
Martina respiró hondo otra vez, y de golpe cambió el tono, como si no quisiera quedarse pegada en la tristeza.
—Bueno, por lo menos Isa logró lo que nadie podía: hacernos bailar juntos sin que pareciera un suplicio.
Nos reímos los dos, y ese pequeño instante de ligereza me devolvió la esperanza.
La noche siguió corriendo tranquila. Afuera, en ese patio, no éramos los mismos que entramos al club. Algo se había movido.