Vecinos con historia

Pergamino parte 5

El sol del domingo se colaba tibio por las ventanas del comedor de la abuela Marta. El aroma a café recién hecho y pan casero llenaba el aire. Yo ya estaba sentado en la mesa, medio dormido todavía, cuando escuché la voz de mi vieja saludando desde la puerta.

—¡Buen díaaa! —dijo, entrando con esa energía suya que no conocía de feriados ni de fines de semana. Detrás venía mi viejo, con una sonrisa tranquila como siempre.

Y enseguida, otra voz familiar se sumó:
—¡Che, pero mirá quién está acá! —exclamó la mamá de Martina, entrando también.

Yo me quedé de piedra. No la había visto en años. Y ahí estaba, abrazándose con mi vieja como si el tiempo no hubiera pasado.

—¡Negraaa! —dijo mi vieja, y se fundieron en un abrazo apretado—. ¡Mirá quién volvió!
—No lo puedo creer —contestó la madre de Martina, riéndose—. Venir a lo de Marta y encontrarte… esto sí que es volver a casa.

Se rieron como chicas, recordando chismes viejos, y yo me quedé mirando cómo Martina, que recién entraba en ese momento, se sorprendía tanto como yo.

—¿Qué hacés vos acá? —me preguntó en voz baja, como si no entendiera.
—Lo mismo te pregunto —le respondí, medio aturdido.

Pero no hubo tiempo para más. Mi mamá la vio y enseguida la abrazó como si siempre hubiese estado ahí.
—¡Martina, mi amor! —dijo con ternura—. ¡Qué hermosa estás!
Y ahí nomás la mamá de Martina agregó:
—Siempre fue hermosa, ¿no? Aunque ahora… pareciera que brilla más.

Me quedé mirándola. Y era verdad. Con el pelo suelto, un vestido simple y esa sonrisa tímida, Martina parecía otra. O quizás era yo que la estaba viendo con otros ojos.

Mi viejo, que pocas veces opinaba, le alcanzó la silla a Martina y dijo con calma:
—Sentate, Marti, sos de la familia.

Y ahí, como si todo fluyera natural, estábamos los dos desayunando con nuestros padres, que hablaban como si fueran los mejores amigos de toda la vida. De hecho, nuestras madres lo habían sido. Y ahora, viéndolas reír juntas, entendí por qué siempre nos habían unido tanto de chicos.

Mientras Martina charlaba con mi vieja y su mamá, yo la observaba de reojo. Me costaba disimular lo orgulloso que me hacía sentir verla ahí, encajando perfecto, como si nunca se hubiera ido.

El finde se nos pasó volando. Entre el cumpleaños de la abuela, los abrazos de Paula y Rodrigo, las ocurrencias de Isa, y esa inesperada reunión de nuestras madres, sentí que había viajado en el tiempo. Era como volver a mi infancia… pero distinto. Porque esta vez estaba Martina a mi lado, no como la vecina de la cuadra, sino como la mujer que volvía a mirarme a los ojos después de tantos años.

El domingo a la tarde emprendimos el regreso a Capital. El auto iba cargado de bolsitas con masitas, un tupper con empanadas de la abuela y hasta un frasco de dulce casero que nos habían encajado “para el viaje”. Martina acomodó todo en el asiento de atrás y después se sentó a mi lado, suspirando con una sonrisa.

—Fue un lindo finde —dijo, mirando por la ventana mientras el pueblo quedaba atrás.
—Sí… —respondí—. Me hacía falta.

El camino de regreso fue distinto al de ida. No hablamos tanto de recuerdos, sino de lo que sentíamos en ese momento. Ella me contó lo mucho que le había emocionado que mi familia la tratara con tanto cariño, como si siempre hubiera sido parte. Yo no se lo dije, pero a mí me había pasado lo mismo: verla ahí, riéndose con mis viejos, me había tocado algo adentro.

En un momento, mientras yo manejaba, Martina se quedó callada y me alcanzó el mate. Nuestras manos se rozaron apenas y fue como un chispazo. Levanté la vista del camino y la miré un segundo de más. Ella se dio cuenta y se sonrojó, riéndose bajito.

—Ojo con la ruta, che —me dijo, queriendo disimular.
—Tranquila, que no me voy a ir a la banquina… —contesté, aunque la verdad era que ya estaba bastante perdido, pero no en la ruta.

El resto del viaje transcurrió entre silencios cómodos, alguna canción tarareada a medias y esas miradas que decían más de lo que nos animábamos a poner en palabras.

Cuando entramos a Capital y las luces de la ciudad nos envolvieron, sentí que algo había cambiado. Que ya no íbamos a ser los mismos después de ese finde en Pergamino.

❤️❤️❤️
—Bueno… llegamos —dijo, como si no quisiera romper el momento.

—Sí… —contesté, medio aturdido—. Gracias por confiar en mí para el viaje.

Ella me miró directo a los ojos y por un instante me pareció que el mundo se había detenido.

—No… gracias a vos —dijo suavemente—. Fue lindo tenerte cerca.

Un silencio cómodo, de esos que no requieren palabras. Me animé a acercarme un poco más.

—Entonces… nos vemos mañana en el trabajo —dije, tratando de sonar natural, aunque sentía que me faltaba el aire.

—Sí… —sonrió—. Nos vemos.

Nos quedamos ahí, mirándonos un segundo más. Luego ella me dio un paso de despedida y me cerró la puerta casi suavemente, dejando entreabierta la sensación de que algo empezaba a cambiar.

Me apoyé contra el auto y respiré hondo. Miré la ventana iluminada de su departamento y pensé: “No voy a dejar que esto se escape otra vez”.

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