Vecinos con historia

Cena de viernes ...

Cuando llegué a casa esa noche lo único que quería era sacarme los zapatos y dejarme caer en el sillón. Pero antes de que pudiera hacerlo, el timbre sonó. Abrí la puerta y ahí estaba Hernán, con una sonrisa nerviosa y… ¿una bolsa de supermercado?

—Buenas noches, vecina —dijo, levantando la bolsa como si fuera un trofeo—. Hoy cocino yo.

Me quedé mirándolo, sorprendida.
—¿Vos… cocinar? ¿No será peligroso?

—Ey, no me subestimes. Tengo mis especialidades —contestó, entrando sin esperar permiso—. Además, es hora de que te demuestre que puedo cambiar.

Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír. Era evidente que estaba nervioso; se le notaba en cómo acomodaba los ingredientes sobre la mesada.

—¿Y qué pensás hacer? —pregunté, cruzándome de brazos.
—Pastas caseras. —Lo dijo con tanta seguridad que casi le creí.

Lo observé mientras se arremangaba la camisa y empezaba a batallar con la harina. A los cinco minutos ya tenía la cara manchada de blanco, como un nene jugando más que cocinando.

—Parecés un fantasma —comenté, aguantándome la risa.
—Shhh… dejá que el chef trabaje. Esto es arte.

El “arte” terminó siendo un amasijo más gracioso que apetitoso, pero verlo intentar, equivocarse y volver a probar me desarmaba. No era el Hernán soberbio del colegio ni el pibe canchero de la oficina. Era alguien que, de verdad, quería mostrarme otra faceta.

Cuando por fin sirvió los platos, me los alcanzó con una media sonrisa.
—No son las pastas de tu abuela ni de las nonnas italianas… pero llevan mi esfuerzo, y eso es lo que vale.

Probé un bocado y fingí seriedad.
—Mmm… aprobadas. No sos un desastre total.
—¡Eso es un halago viniendo de vos! —rió.

Cenamos entre bromas y anécdotas. En un momento, él me preguntó cómo era la vida en el edificio desde que me mudé. Sonreí, porque esa sí era una buena historia.

—Mirá, al principio yo no me confiaba de nadie. Pensaba que cada uno vivía en la suya y ya está. Pero me encontré con que todos eran de afuera, como yo. Nico, por ejemplo, es de Luján; la señora chusma del 4ºA viene de Bragado; y los del 3º, ¿te acordás? Esa familia venezolana que llegó con lo puesto, buscando empezar de cero… —me quedé pensativa un segundo—. Entre todos les dimos una mano, desde conseguirles muebles hasta ayudarlos con papeles. Y un día me di cuenta de que estábamos armando algo parecido a una gran familia.

Hernán me escuchaba en silencio, con los codos apoyados en la mesa, los ojos fijos en mí. Cuando terminé de hablar, respiró hondo y dijo:
—Sabés que admiro mucho eso de vos, ¿no? —su voz sonó seria, distinta—. Esa capacidad de abrirte a los demás, de confiar, de ayudar sin esperar nada. Yo… no sé si podría.

Me quedé unos segundos en silencio, sorprendida. Nunca le había escuchado decir algo tan honesto.
—No me pongas en un pedestal —le respondí, bajando la mirada—. Yo también tenía miedo. Solo que, al final, me di cuenta de que todos necesitamos de todos.

Él sonrió apenas, como si esas palabras lo atravesaran más de lo que quería mostrar.
—Igual, para mí sos increíble.

Sentí un calor raro en el pecho. Me levanté con la excusa de llevar los platos, pero Hernán se adelantó.
—Dejá, yo lavo —dijo, ya con las mangas mojadas y espuma hasta los codos.

Lo miré ahí, en mi cocina, riéndose solo mientras luchaba con la esponja.
—Bueno —dije, levantándome—. Mientras vos lavás, yo preparo el famoso postre vigilante.
—Uy, sí, me encanta. —Sonrió como un nene.

Preparé todo rápido, cortando prolijamente el queso y la batata, cebando el mate. Cuando nos volvimos a sentar, la atmósfera era otra: más tranquila, más íntima.

Entre sorbos y bocados, Hernán se quedó callado un rato, mirándome como si estuviera decidiendo algo difícil.

—¿Sabés por qué te hacía bullying? —me soltó de repente.

Me quedé dura, con la bombilla en la mano. Él siguió, la voz más baja.
—Porque me gustabas. Y no sabía cómo manejarlo. Tenía 14 años, era un pendejo inseguro, y lo único que se me ocurrió fue hacerme el canchero… y lastimarte.

Lo miré, sin poder creer lo que escuchaba. Hernán bajó la mirada hacia el mate, como si no pudiera sostener la mía.
—No quiero justificarme. Sé que te hice mal. Y me arrepiento todos los días. Pero necesitaba que lo supieras.

Un silencio pesado se instaló entre nosotros, roto solo por el ruido del agua cayendo en la pava. Sentí un nudo en la garganta, mezcla de bronca vieja y de sorpresa.
—Hernán… —susurré—. ¿Y recién ahora me lo decís?

Él levantó la vista.
—Sí. Porque recién ahora me animé a mirarte de verdad.

Continuará




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