La galería de la casa de Sol daba directo al río. El agua corría tranquila, con ese vaivén hipnótico que invitaba a respirar más despacio. El olor a madera húmeda y a pasto recién cortado llenaba el aire.
Nos sentamos a la mesa. Sol había preparado una picada improvisada: quesos, aceitunas, pan casero y un vinito frío.
—Bueno, contame todo —dijo, alzando la copa hacia mí—. Y no me guardes nada, ¿eh? Que para eso viniste.
Yo respiré hondo.
—Ay, Sol… es que no sé ni por dónde empezar.
Sol se acomodó, apoyó los codos en la mesa y me miró fijo.
—Por el principio.
Me quedé mirando el río unos segundos, como si ahí estuviera la respuesta. Después, solté:
—Hernán.
—Ah —dijo, como si ya con ese nombre entendiera la mitad del lío—. ¿Qué hizo ahora?
—No es tanto lo que hizo ahora… es lo que me dijo. Me contó cosas del pasado, de cómo estaba él, de por qué me trataba como me trataba en la secundaria… Y me dejó patas para arriba.
Sol se cruzó de brazos, atenta.
—¿Y vos qué sentís?
—Una mezcla rara. Por un lado, bronca. Por otro, como que entiendo… Y después me da miedo confundirme, ¿entendés?
—Sí, te entiendo. Es como si se te moviera el piso.
Asentí, con un nudo en la garganta.
—Exacto. Y yo no quiero actuar desde la bronca ni desde la confusión. Por eso me vine.
Sol me tomó la mano.
—Me parece re sano lo que hiciste. Venir, desconectar, darte espacio. Acá no hay apuro.
Me quedé en silencio unos segundos. El río hacía su ruido de siempre, constante. Era como un recordatorio de que todo fluye, aunque uno se sienta detenido.
—¿Sabés qué me pasa, Sol? —dije bajito—. Me da miedo abrir una puerta y que después no la pueda cerrar.
Ella me sonrió con ternura.
—Y bueno, amiga… capaz no se trata de cerrarla. Capaz se trata de animarte a mirar qué hay del otro lado.
Me reí entre lágrimas.
—Sos bruja, ¿sabías?
—Sí, pero de las buenas —me guiñó el ojo, y las dos estallamos en carcajadas.
El resto de la tarde lo pasamos así: entre confesiones, lágrimas, risas y silencios cómodos. Caminamos por los senderos entre los árboles, nos mojamos los pies en el muelle, y hasta terminamos cantando juntas con la guitarra que Sol sacó del living.
Era como volver a ser adolescentes, cuando no había responsabilidades ni heridas abiertas. Solo amistad pura, de esa que abraza aunque no diga nada.
Esa noche, antes de dormir en la cabaña, me acosté mirando el techo de madera. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el peso sobre mis hombros se aflojaba un poco.
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